Es así: tenemos la mirada, las orejas, la atención (no tanto el corazón, ni los sentimientos, que lo nuestro, oiga, es lo nuestro) divididos. También por mor de que nos lo dividen los medios de comunicación, que tienen que rentabilizar los desplazamientos a un lado y a otro y echar carbón a la caldera para que la máquina —la suya, exclusivamente la suya— chufle.
Y aquí estamos, entre Valencia y Washington. En Valencia porque aún nos duele, nos irrita, nos cabrea, todo lo de la Dana y lo que le rodea. Los 217 fallecidos (¿seguro?) y los “incontables desaparecidos”, que el ministro Oscar Puente ya dice que son menos de los que pensamos —aunque seguramente más de los que le gustaría al Gobierno, que vienen curvas—.
Yo ya les digo: a mí lo de las elecciones norteamericanas, pues sí, pero que no. Me explico: es cierto, unas elecciones presidenciales en Estados Unidos tienen, a la postre, una relevancia global. Que no es lo mismo, vaya, que gane una u otro.
Pero, puestos a ver, son como las elecciones catalanas para los españoles: nos influyen mucho, pero no podemos votar; arrojan unos resultados que nos condicionan (no hay más que verlo), pero no podemos hacer nada. América lo mismo: gane Kamala o Trump, nos quedaremos aquí con la cara de una vaca mirando al tren, a verlas venir.
Y si usted me pregunta, yo, ¿qué quiere que le diga? ¿Quién diría usted que prefiere Putin que gane? ¿Quién cree que esperan que gane los islamistas de Gaza, Líbano, Irán, Yemen…? Pues eso.
A estas horas es posible que la competencia ya se haya dirimido en Pennsylvania, en esas “streets of Philadelphia” (mira que tener que mirar el queso untable para escribirlo bien) que cantaba Bruce Springsteen —que, por cierto, apoya a la candidata demócrata—. O no, porque el recuento de votos en Estados Unidos es más lento que el orgasmo de un dolmen. Así que lo mismo tenemos que esperar una semana o dos, mientras Trump grita que le han vuelto a robar los comicios.
Pero Valencia: ese dolor que no nos podemos quitar del alma, esas imágenes, esas historias, esa realidad atroz que, una semana después, sigue ahí. Y que no ha hecho más que empezar. Porque van a venir, a seguir, los días de cabreo, de ofuscación, de cansancio, de desolación y tristeza. Porque los voluntarios —gente entusiasta, comprometida, ilusa y valiente que, sin embargo, no sabe qué hacer ni tiene a nadie que le organice— se irán marchando, o comenzarán a exigir comer caliente, y ducharse, y que les lleven donde tengan algo más que hacer que empujar el barro a una alcantarilla. Lo aprendí cuando la tragedia del Prestige: a los voluntarios los carga el diablo. Y eso que en aquel marrón solo murió una persona, un soldado que fue a “plantar un pino” demasiado cerca del mar.
Pero me quedo en Valencia, con la gente, con los pueblos, con el barro. Y qué mal le sienta el barro a Sánchez, ¿no?