Cuando Alexis de Tocqueville emprendió el viaje a EE.UU. tras el fracaso de la revolución francesa y la instauración de la dictadura de Napoleón III, buscaba encontrar al otro lado del Atlántico el ejemplo de una democracia real y libre. Su primera parte de las observaciones realizadas se publicó en 1835 bajo el título “La Démocratie en Amérique” con una segunda parte publicada en 1840.
De los diversos tipos de despotismo político y social que puede llevar la palabra “democracia”, Tocqueville consideró que el peor de todos era el amparado por el “demos” o mayoría frente a minorías sociales, por mucho que la razón o el entendimiento no estuviera de su parte. Un despotismo con la legitimidad que da la masa social y que, hábilmente conducido, podía dar unos resultados peores que el más cruel de los sistemas totalitarios o dictaduras.
La democracia así concebida suele basarse en lo puramente cuantitativo de un momento puntual (no se repetiría probablemente en la hora siguiente), que son las elecciones de representantes políticos por parte de los ciudadanos, para ocuparse de los problemas comunes de una nación. Una convocatoria que queda supeditada en adelante a ese poder legislativo delegado que se llama “Parlamento” o “Cortes Generales” (en España) compuesto de diputados y senadores inmunes a todo lo que no sea la representación directa de los ciudadanos (del “soberano” del que emanan los poderes del Estado). Una democracia verdaderamente representativa con poder delegado de una sociedad.
Pero los sistemas de poder delegados acaban por imponerse a quienes los eligieron, como los delegados corporativos suelen imponerse a la propiedad de las corporaciones o los administradores a los dueños de los bienes que deben administrar. Y lo hacen de mil formas sutiles.
La primera de ellas es la imposición de un sistema de “partidos” que representan lo que se supone ser diferentes opciones políticas, dejándoles la potestad exclusiva de hacer listas con sus propios candidatos que, como es lógico, estarán más pendientes de contentar a sus jefes, que de atender intereses de sus representados. La revocación de delegación o de mandato es del partido en todo caso y el mandato imperativo se contrapone a la conciencia del diputado. Se le llama “democracia representativa”. A más votos logrados más apoyo popular recibe la formación, pero… ¿cómo se obtienen los votos si los electores no conocen los programas respectivos?.
Pues es muy fácil. Aquí entra en juego la manipulación de las masas por medio de la propaganda electoral, retransmitida en forma publicitaria por los medios de comunicación, adobada con algo tan simple como el dinero público. Esto forma una masa clientelar dependiente de sociedad, que confía en las promesas vacuas que se retransmiten masivamente. Tocqueville a ese respecto muestra su confianza en el papel de la prensa: “La libertad de prensa es infinitamente más preciosa en las naciones democráticas que en todas las demás, ya que en estas el individuo está naturalmente aislado e incapaz de actuar solo, pero la prensa le permite llamar en su ayuda a sus semejantes. La prensa es, por excelencia, el instrumento democrático de la libertad.”
Esta enorme candidez de Tocqueville, hay que comprenderla en el contexto teórico de una democracia supuestamente ejemplar de EE.UU., cuando ya se compraban opiniones y editoriales por parte de los poderes reales (cuando no ocurría con las propias instituciones), de lo que se alardeaba además como exhibición de poder: “ Vanderbilt contaba con la ventaja del dinero y acudió a los tribunales donde tenía una ventaja: era dueño de George Gardner Barnard del Tribunal Supremo del Estado de Nueva York…” (J.K. Galbraith: La era de la incertidumbre”). Esto se consideraba cuestiones sin importancia, al igual que la labor de los “lobbys” en el mundo legislativo actual donde reside el verdadero poder y donde las mayorías pueden despóticamente imponer sus leyes.
Porque el despotismo es imposición y falta de respeto a los demás. Son esas decisiones en que: “Cada día se maneja el principio de la utilidad social, se crea el dogma de la necesidad política y se produce con gusto la costumbre de sacrificar sin escrúpulos los intereses de las gentes y pisotear los derechos individuales” (Tocqueville). Todo ello en sociedades cada vez más débiles que “no aspiran más que gozos fáciles y presentes, compuestas de ciudadanos pusilánimes y blandos, que temen a su libre albedrío. Una nación no puede seguir siendo fuerte, cuando cada individuo en ella es débil” (Tocqueville).
Pero cuando ese despotismo se considera surgido de la voluntad popular (hábilmente dirigida), parece gozar de la bendición de los dioses. Es una señal de selección natural darwiniana de los más aptos (o de los menos escrupulosos), tal como se nos viene repitiendo desde hace muchos años. Y por ello, debe ser respetado y reverenciado como esa fuerza puntual de unos votos que cambian o mantienen el panteón del poder, aunque eso suponga colocarse diferente camiseta para el juego de quien manda.
Esa interpretación de la soberanía nacional surge -como es lógico- del diseño de un sistema o normas electorales que preconfiguran (o tratan de hacerlo) unos resultados que mantengan el “status quo” de las oligarquías. El “cambiar algo para que todo siga igual (lampedusiano)” es el hábil sistema de mantener las cosas en su sitio, basándose siempre en esas mayorías que se forman de forma más o menos artificiosa por los intereses partidarios o de manera espuria con la compra de voluntades. Y no. No siempre el número significa razón o sensatez. El “Vox populi, vox Dei” no puede ser aplicado para cercenar libertades y derechos humanos por los poderosos de siempre. Lo hemos comprobado recientemente en un concurso de baile televisivo, donde la opinión de los que saben de verdad (el jurado), ha sido arrasada por la empatía mayoritaria del público con el “famoso” de turno, demostrando directamente lo que es el despotismo democrático injusto y cruel.