Marruecos opera como dique de contención de la avalancha africana que sueña con llegar y asentarse en Europa, y a España y a la UE no le interesa en absoluto que semejante presa estalle y sus aguas inunden el Viejo Continente.
En tiempos de buenismo no hay nada más barato y rentable políticamente que desbordar aparente generosidad, sobre todo si no es a costa del bolsillo, la hacienda y el bienestar propios.
En el Ayuntamiento de Madrid, por ejemplo, va ya para dos años que cuelga en su frontispicio superior un enorme cartelón con la leyenda Refugees Welcome (Bienvenidos Refugiados). En puridad, no hay un solo madrileño ni español bien nacido que no sea solidario de la tragedia que sufren los cientos de miles de refugiados que huyen de las guerras que asuelan el planeta: Siria, Irak, Afganistán, Nigeria, Centroáfrica, Sudán del Sur, Somalia, Eritrea…
Pero, junto con los refugiados, que lo sean conforme a las Convenciones de Ginebra, convergen hacia Europa millones de seres humanos que, con todo derecho y legitimidad, buscan nuevos horizontes y el futuro digno para sus vidas que no encuentran en sus lugares y países de origen.
Cuando la realidad de esos desbordamientos se topan con las fronteras de la Unión Europea surgen inevitablemente los choques. Los buenistas se apresuran enseguida a tildar de “fascistas” y “nazis” a los gobiernos, países y sus correspondientes habitantes que erigen barreras para obstaculizar esas riadas humanas.
España, pese a soportar desde hace decenios un constante goteo de pateras –marinas, aéreas y terrestres– no es de los países más desbordados dentro de la Unión Europea. Tiene mucho qué ver en ello su política de ayuda al desarrollo a los países de origen de esa emigración masiva. Pero, también a que en su inmediata frontera sur, Marruecos opera como gran embalse y dique de contención a esa gran avalancha humana.
En apenas 72 horas una mínima brecha en ese dique ha supuesto que el Ceti de Ceuta viera triplicada su capacidad de acogida, un pequeño aviso de lo que supondría que Rabat decidiera abrir de par en par las compuertas de la presa.
Barcelona también fue escenario el fin de semana de una gigantesca manifestación a favor de la acogida, a priori de “refugiados” en sentido estricto, pero entre los que ya es muy difícil distinguir los que proceden de una guerra declarada –y conocida de la opinión pública–, de los que huyen de condiciones políticas, económicas y sociales insoportables en países muy lejanos para los sensibles oídos de no pocos manifestantes.
El origen del boquete en la presa marroquí ha estado sin duda en la postura de la UE respecto de la cuestión del Sahara. Un problema que dura ya más de cuarenta años, pero que no va a ser resuelto por lo que se determine en Bruselas o en Luxemburgo. Ciertamente, el mismo buenismo que no pocos españoles enarbolan respecto de la avalancha de refugiados que fluyen hacia Alemania, Austria, Hungría o Escandinavia, es el que agitan los europeos del norte respecto de lo que ocurre más allá de la frontera sur de Europa.
A unos y a otros convendría reflexionar en la necesidad de apoyar para que Marruecos siga siendo un país estable y que, además, siga multiplicando su prosperidad. Es desalentador comprobar que aún existen líderes, y sus correspondientes seguidores, siquiera sean escasos, que cifran su propio bienestar en la miseria de los vecinos. Son los que ni por no haberla vivido ni estudiado a fondo, ignoran por qué se originaron las dos guerras mundiales.
A Europa en general, y a España muy en particular, le interesa un Marruecos cuyo bienestar se aproxime lo más posible al que disfrutan los españoles. La rotura de ese dique provocaría sin duda una riada mucho mayor aún de la que se ha producido en la frontera greco-turca, paliada mediante una transacción tan dura como la realidad misma: dinero a cambio de embalsar a los refugiados. Puede provocar náuseas a los espíritus más exquisitos, pero habría que ver a los buenistas si vivieran la experiencia de quedar anegados por una inundación de cientos de miles o millones de refugiados e inmigrantes económicos.
En ese choque de realidad conviene asimismo tener en cuenta que, si se respetan estrictamente las Convenciones de Ginebra, a los refugiados no basta con acogerles, cubrirles con una manta y suministrarles un bocadillo. Se les ha de proporcionar casa, educación, sanidad y un puesto de trabajo con carácter permanente. Y, una vez hayan cumplido ese mandato legal, díganselo buenamente a los nacionales sin techo, parados y con las prestaciones sociales agotadas.