«Los Estados miembros no pueden tomar decisiones unilaterales relativas a la Unión Europea. La solidaridad requiere una pérdida de soberanía por parte de los países que la forman.»
Herman Van Rompuy
Con esta rotundidad se expresaba en noviembre de 2011 el primer presidente del Consejo Europeo el belga Herman Van Rompuy.
Un año después Mario Draghi, presidente del Banco Central Europeo quien apostillaba para los que aún no lo tenían lo suficientemente claro: “Muchos gobiernos no han entendido aún que han perdido la soberanía nacional hace mucho tiempo por haberse endeudado gravemente y encontrarse a merced de los mercados financieros”
Con estas dos frases quedaban claramente reflejadas las consecuencias y compromisos que suponían, en primer lugar, entrar en el selecto club de la Europa Unida y, segundo, lo que iba a suponer para los Estados nacionales la Globalización, una globalización sin unas normas o reglas claramente definidas y reguladas.
Se hace, ya, necesaria una constitución capaz de articular las complejas y entrelazadas normas fácticas impuestas evitando la vulnerabilidad de los intereses capitalistas de los grupos transnacionales.
Unas reglas de juego que impusieran un orden en el juego globalizador, en la intensificación de los flujos comerciales en el ámbito transnacional y en la creciente dependencia de los Estados respecto de los grandes grupos económicos y de las fuerzas que operan en el mercado global y que tienen unas consecuencias directas sobre la capacidad de control del Estado sobre las iniciativas de gobierno y sus programas políticos.
La globalización generó una gran cantidad de foros, instancias y organismos económicos internacionales en los que, con la participación directa o indirecta de los Estados, se dictan normas, se establecen medidas y se dictan resoluciones que ordenan la actividad económica de los mercados en el ámbito interestatal y en el contexto internacional, limitando así los márgenes de soberanía de los Estados en la aplicación de sus políticas económica y social.
Motivado por esta serie de circunstancia la soberanía se difumina en una maraña de interdependencias en la que todo queda condicionado y encadenado como consecuencia de la falta de control de los grupos dominantes del mercado global; en estos parámetros es fácil concluir que la incapacidad de los individuos de intervenir en los procesos de decisión global determina su incapacidad para actuar como ciudadanos en el ámbito del Estado, puesto que la interdependencia transnacional de las relaciones económicas sustrae un amplio repertorio de competencias estatales a la decisión democrática.
Esto provoca, inevitablemente, una fragmentación de la ciudadanía cuyos derechos de participación y decisión quedan formalmente incólumes, pero prácticamente limitados y reducidos a la mera expresión de una voluntad electoral.
No podemos omitir que las consecuencias de este fenómeno afectan no solamente al estatus activo de la ciudadanía, sino que alcanza de lleno a la ciudadanía; aquella que está protegida y garantizada por el Estado Social de derecho.
El retroceso de los contenidos sociales y de las políticas redistributivas determina una erosión profunda del contenido de la ciudadanía, de suerte que esta queda cercenada en beneficio de la gobernabilidad global del sistema, lo cual entraña la reducción de la ciudadanía a su dimensión estrictamente Cívico-política. Esta sumisión del Estado al poder económico transnacional con la correlativa pérdida de competencias y de control sobre sus políticas en el ámbito interno. Posee diversas formas, formas que podríamos analizar amplia y detenidamente en otro articulo.
Esta es la realidad, un proyecto diseñado al final de la segunda guerra mundial para la protección del capitalismo evitando nuevas confrontaciones del calibre de la I y la II Guerra Mundial. El programa fue dando poco a poco sus frutos alcanzando su espaldarazo definitivo tras el golpe que se produjo con la caída del muro de Berlín y la defunción definitiva del comunismo.
La diferencia se basaba en llevar al capitalismo principalmente a la esfera financiera y convertirlo en una economía de la especulación y para eso era necesario a su vez llevarlo a una descentralización industrial trasladándola a zonas de bajos salarios. Esto suponía necesariamente establecer un nuevo reparto internacional de la producción y el trabajo, para ello se utilizó el canal de los países emergentes como China, India, Bangladés, Vietnam, Indonesia, y otros también como Brasil, México, Sudáfrica, etc. Convirtiéndolos en los principales fabricantes y proveedores de mercancías con un bajo coste de capital y, por el contrario, hacer a los países más desarrollados como EE. UU., Alemania, Francia, Reyno Unido, etc. poseedores de industrias de alto nivel de capitalización y dedicados preferentemente al desarrollo tecnológico.
La globalización fue diseñada y establecida fuera de los límites de una constitución supranacional, queda fuera de la protección de las constituciones estatales que amparan a los ciudadanos en sus países, la globalización ha supuesto el poner en marcha un proceso económico ajeno a las reglas del juego constitucionalista legal. ¿Hubiera sido necesario un legislador supremo que limitara el ejercicio del poder a través de una constitución y unas instancias judiciales de tutela de esta? El derecho cosmopolita y la justicia universal siguen siendo una utopía.
El panorama que he expuesto es un retrato claro y que deja en evidencia la falta de justicia y la usurpación de los más elementales derechos que imperan más allá de las fronteras nacionales para evitar nuevas confrontaciones a favor de la paz, la cooperación y el progreso. No obstante, hemos de tener presente que en todos los sistemas políticos bajo la prestigiosa rúbrica de su Constitución y de todos los derechos que en ella se amparan, hemos padecido inevitablemente todo tipo de sistemas de dominación.
Es en este contexto “desconstitucionalizado” de la globalización, o por denominarla mejor, una plural y heterogénea fenomenología globalizadora, neologismo que se nos impuso con inusitada fuerza y rapidez en la década de los ochenta del pasado siglo XX, es la razón que nos lleva a analizar los hechos y trasformaciones tan diferentes y contradictorias que se han producido.
Sin pretender introducir un significado unívoco en un concepto tan indeterminado convendría preguntarse en qué sentido la globalización se ha de encaminar hacia la consecución de un constitucionalismo mundial, es decir, hacia una limitación del poder a favor de los derechos de los ciudadanos.
De lo contrario, podríamos aventurar sin duda alguna que tal y como se están desarrollando los acontecimientos en estos últimos años, la desglobalización es un hecho inminente.
Es justo lo contrario. La globalización trata de limitar e incluso eliminar cualquier derecho de los ciudadanos que quedan al albur de lo que la globalización, el Nuevo orden Mundial, les otorgue. Por todo ello ojalá los ciudadanos despierten y los «globalizadores» sean puestos en donde merecen (algunos en la Corte Penal Internacional). Un saludo.