Puigdemont se explica (III)

Abel Cádiz
Por
— P U B L I C I D A D —

Asegurar la celebración del referéndum en el año 2017 fue el objetivo único de Puigdemont y también su monotema. Las imágenes del 1-O quedan en la memoria, pero nos faltaba conocer lo que ocurrió entre bastidores. Puigdemont da algunos detalles desde una visión subjetivada por su fanatismo independentista. La presión del Gobierno de Rajoy había ido en aumento para impedir que se llevara a cabo la votación. Las actuaciones de unos para lograrlo y otros para impedirlo serían un muestrario de chapuzas, que entrarían en lo cómico si no tuvieran tan triste significado para la convivencia en Cataluña. Pero la votación atropellada y confusa de la jornada del 1 de octubre, permitió a Puigdemont sacar pecho y proclamar que el 90 % de los votantes había decidido la independencia. El resultado que proclamó el govern fue que acudieron a las urnas 2,2 millones de catalanes y el 90% votó sí.  De nada serviría a los constitucionalistas señalar que, incluso aceptando aquellos datos pese al descontrol en los colegios electorales, los votantes suponían el 43% del censo, lo que en pura matemática mostraba que el 90% del 43% supone un 39% de síes en aquel simulacro de referéndum que excluía, por otra parte, el derecho a votar que otorga la Constitución al resto de los españoles.   

Puigdemont, no obstante, interpretó que con ese resultado Cataluña se ganó ser un Estado independiente y anunció una declaración unilateral (la DUI).  Es entonces cuando recibe la noticia de que Felipe VI va a dirigirse a la nación y pide a su jefe de gabinete que llame al jefe de la Casa Real, Jaime Alfonsín, para que le informe. La respuesta que éste da es “no os va a gustar, pero debéis leer entre líneas”. Obviamente no tiene en cuenta que el ofuscado no está para sutilezas. Puigdemont despotrica y declara: “si el rey hubiera sido inteligente habría hecho un discurso para obligarnos a dialogar”.  Para él dialogar significa hacer efectiva la independencia y, por eso, no tarda en replicar con un discurso abrupto “Majestad, así no” que termina acusando al rey de haber ignorado “a millones de catalanes”. En verdad, Puigdemont se había entrenado con una grabación previa para el caso de que lo hubiesen detenido antes del 1-O, en el que se erigía en mártir de la causa. Empieza con palabras dignas de un revolucionario del siglo XVIII: ¡Ciudadanos! el aparato del Estado intenta impedir desesperadamente que podamos decidir y en su represión ha incluido detenerme (…). El discurso tiene una duración de seis minutos y termina apelando a la resistencia del pueblo: “Hagámoslo por nuestros hijos, por nuestros nietos y por los que todavía no han nacido”.

Aquí hago un inciso propio: la psicología describe al paranoico como trastornado por una idea obsesiva que puede llevarle al desvarío. Tal es su ofuscamiento que construye para si un sueño, una visión irreal. De ahí la palabra ensoñación que utilizó la sentencia y que reprocha Arcadi Espada al Tribunal, tal como lo dejé señalado en Puigdemont (I). Pero no es menos cierto que en la creación de un sueño está la clave para ilusionar a la masa. Existen múltiples ejemplos que he descrito (www.lahistoriadelpoder.com) y, como ocurre en el caso catalán, lo esencial es que el sueño creado blinda la mente contra cualquier argumento. Dialogar se convierte en un empeño inútil, porque no se puede dialogar con quien niega principios y leyes. Está probado que la pasión puede abatir la racionalidad del ser humano.  

Vuelvo a la parte final del libro de Puigdemont que desvela lo acaecido antes de declarar la DUI. Su duda estaba en convocar elecciones anticipadas siguiendo el consejo del lendakari Urkullu, pues de lo que se trataba era impedir la aplicación del 155, inevitable después del discurso del rey y, también, porque el PSOE liderado por Pedro Sánchez no mostraba fisuras en su defensa de la Constitución. Puigdemont escribe que se sentía acorralado. Junqueras y Marta Rovira se oponen a que convoque elecciones. Ella le acusa de traición entre lloros; incluso el diputado Gabriel Rufián utiliza una burda metáfora que quiere ser evangélica sobre la traición de Judas.  En ese escenario de psico-drama reune a todos los consellers y debaten sobre las consecuencias. Alguien lanza una propuesta:  que cese a todos y nombre un govern formado por jubilados voluntarios de edad avanzada. Así todos se libran de responsabilidad ante lo que pueda suceder, pero la propuesta decae. Se habla de exilio, Puigdemont mira a Carmen Forcadell y anota: “refleja su miedo en el rostro y ésta es la que hace 24 horas me plantaba cara”.

Definitivamente el mundo se le cae encima. La DUI ha hecho reaccionar al Gobierno de España que aplica el artículo 155 de la Constitución. En el debate sobre mantener unido el govern en el exilio, no le secunda ERC. Incluso una de las más radicales de su equipo, la conseller Clara Ponsati, les reprocha haber llegado a tal situación de desconcierto: “es una vergüenza -exclama- yo me voy a París ahora mismo”. Puigdemont está solo, y ahora pasa factura mostrándonos la mediocridad de quienes le presionaron y le abandonaron. Su esperanza de apoyo internacional fue otra vana ilusión. Había dedicado a ello importantes recursos económicos y humanos, con el conseller Raül Romeva dedicado exclusivamente a esa tarea. Sin embargo, cuando llega al momento esperado, tanto la UE, como la OTAN y la OCDE se pronuncian en defensa de la unidad de España. Solo la pequeña Bélgica que tiene una historia de fragmentación política, religiosa y cultural, le ofreció garantías, merced al apoyo de un partido separatista flamenco, el NV-A, que forma parte del gobierno de coalición. Puigdemont, como todo fundamentalista, está convencido de una misión imposible, aunque él no lo sepa. Por eso seguirá explicándose en el segundo libro que anuncia. No necesitaré leerlo, solo quería conocer al personaje y he creído conveniente compartir mis notas con quienes se inquietaron justamente por este problema de España.

Termino con otro inciso personal: España es la nación más antigua de Europa. Cánovas se lo recordó al nacionalista Prat de la Riba: “Soy respetuoso con las aspiraciones autonómicas, pero crear un pequeño Estado es destruir la unidad que forjaron los Reyes Católicos y eso es sencillamente demencial”. Un antecedente, en este caso dramático, lo ofrece Estados Unidos que sufrió una guerra para evitar la secesión. Dos frases de Lincoln definen su liderazgo “me ha correspondido la tarea de gobernar para diez millones de ciegos a los que tengo que devolver la vista”. Su legado fue la unidad de la gran nación porque “no puedo permitir que se deshaga la obra de nuestros padres fundadores”.  Esta es la cuestión:  España es una herencia construida por generaciones, entre las que se cuentan los padres andaluces del independentista Gabriel Rufián, por citar un paradigma de lo que ha sido la inmigración interior. Pondré otro ejemplo más insólito: según Puigdemont, su esposa rumana tiene más derecho a decidir sobre Cataluña, parte admirable y querida de nuestra herencia común, que los 40 millones de españoles que no viven allí. Todo porque él se ha impuesto como misión convertirnos en extranjeros en Barcelona.

Se repite mucho que el pensamiento no delinque y, así se convierte en eufemismo la conducta de los que infringen la ley. Pero hemos de reconocer que España tiene una enfermedad grave y el poder legítimo del Estado no se ha propuesto actuar sobre la enfermedad, sino limitarse a tratar los síntomas. Veremos si la enfermedad sigue reproduciéndose en nuestra nación que, siendo la primera en forjar su unidad, no ha sabido fortalecerla como sus grandes homólogas europeas.

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