De una forma oportuna y simultánea se abren dos cuestiones nuevas en la ya tan ajetreada vida política española: la abdicación del rey y el subsiguiente debate sobre la institución monárquica.
Nuestra Constitución de 1978 establece la soberanía de la nación en el pueblo español, pero también configura la forma de estado como una monarquía parlamentaria. Esta aparente contradicción bicéfala no es inocente y desde luego supone la subordinación de una cosa a la otra. Es decir, el poder del pueblo no se ejerce más que por los sistemas establecidos: partidos políticos y organizaciones sociales como los sindicatos a través de los derechos reconocidos o reconducidos por las normas que los desarrollan. Por el contrario, la representación máxima del estado se personaliza en la figura del monarca y sus sucesores dotados de inviolabilidad en su actos oficiales y privados.
El debate sobre quien puede arrogarse el derecho de haber puesto en marcha el período de la Transición y el paso de la dictadura del general Franco a la democracia que se personaliza en el rey Juan Carlos I, parece olvidar que, sin la voluntad (la soberanía) del pueblo español, no se habría podido dar ese paso. Un paso que se inicia por el propio general Franco al dejar “atado y bien atado” el proceso democrático posterior con Fernández Miranda en la presidencia de las Cortes o el equipo de gobierno de Arias Navarro con su tímida apertura ante el clamor de la calle; desde los “contubernios” de Münich hasta la presión internacional.
La Transición pilotada ejemplarmente por un reformista como Adolfo Suárez, tuvo la complicidad y el apoyo del monarca, pero la reforma política que la impulsó fue aprobada por unas Cortes que la creyeron oportuna y que aceptaron sin rechistar la última voluntad del dictador: la restauración de la monarquía en la figura del príncipe Juan Carlos.
Tendríamos que analizar la lealtad a los juramentos tradicionales (como a los propios Principios del Movimiento) en relación con los hechos posteriores y quizá algo chirriaría en ese paso forzado legalmente por las circunstancias, pero la cuestión básica es que Franco impuso al pueblo español el cambio de régimen, ató los cabos para que se lograra y descansó en paz después.
La monarquía quedaba establecida como Jefatura del Estado y sólo faltaba apoyarla en un sistema parlamentario de representación política para conseguir la ansiada calificación democrática, sin entrar de verdad en lo que esta palabra implica. Al menos formalmente cubríamos algunas de sus aspectos y la C.E. era apoyada por la gran mayoría de la soberanía popular, incluyendo la forma de estado cuando ya ésta era un hecho consumado.
Han pasado casi cuarenta años del nuevo régimen y ese mismo paso del tiempo hace que, lo que fue nuevo, presente desgastes y deterioros fruto del propio cambio que afectó también a nuestra escala de valores y principios. La picaresca y la corrupción producto de las posiciones privilegiadas del nuevo régimen, han hecho su agosto durante todos estos años. La sociedad española ya no se divide por ideologías trasnochadas, sino por castas privilegiadas y castas agraviadas, controladas, perseguidas y ordeñadas fiscalmente para el mantenimiento de las primeras. Los nobles y los plebeyos del medievo. Unos en el entorno del monarca (nuevos cortesanos) y otros en la periferia aportando su contribución obligada a los privilegios. Este es el quid de la cuestión (que no parece entender nadie) de lo ocurrido en el 15 M y sus consecuencias. La indignación de la soberanía popular con sus administradores desde la Jefatura del Estado hasta el resto del entramado institucional y extrainstitucional que forman eso que la gente llama “el sistema”.
No hay peor sordo que el que no quiere oir, ni más ciego que el que se niega a ver lo evidente. El resultado electoral reciente, con la pérdida de credibilidad de los partidos tradicionales al uso y la aparición de movimientos ciudadanos que reivindican la soberanía popular, han cogido con el pie cambiado a los expertos analistas políticos y a los bunkerizados privilegiados, sólo pendientes de su propio ombligo. No se trata pues de los republicanos frente a los monárquicos. Se trata de los ciudadanos que empiezan a tomar conciencia de lo que son y significan, de lo que se hace con ellos por parte de quienes deben servirlos y están hartos de sufrir en sus carnes los despilfarros orgánicos e institucionales de los que se han proclamado a sí mismos señores del castillo.
El debate no es monarquía o república. El debate es democracia real o democracia formal en una sociedad a la que se ha alienado con tecnologías y necesidades que no lo son. Una sociedad que empieza a interesarse (¡qué peligro!) por las cosas que afectan a sus vidas. Que empieza a pensar por sí misma sin que precisen a los “orientadores” de opinión. Que empieza a darse cuenta de que ha delegado su soberanía a cambio de una comodidad ficticia y de un llamado “estado de bienestar” desproporcionado. Que, al final, la deuda soberana es del pueblo soberano y nadie les ha preguntado si querían endeudarse.
Hay varias formas de estado. Todo depende de la nación en que se produzca. No las hay mejores o peores. Lo importante es qué servicios prestan a sus ciudadanos y ésta será siempre la percepción inicial de la sociedad a la que sirven. Una república no es buena por sí misma si permite la corrupción o la ocupación del estado por brutos o incapaces por muy elegidos que hayan sido, pero tampoco una monarquía lo es cuando los resultados pueden ser parecidos por muy “parlamentaria” que sea. Lo que de verdad importa es que sea una democracia real donde las leyes obliguen a todos porque están hechas entre todos; donde la interpretación de las normas no esté sometida a una ingeniería jurídica de difícil comprensión; donde la justicia (no el derecho) sea una garantía de convivencia; donde la representación política sea directa y comprometida; donde el sistema electoral no privilegie a unos y castigue a otros; donde nadie viva de la política, porque todos viven para la Política; donde los malos administradores no solo sean expulsados, sino que además rindan cuentas de sus actos…
Este es el verdadero cambio. Un sistema construido entre todos y para todos donde los servidores públicos no lo sean en abstracto, sino en sus funciones concretas. Los vientos soplan en este sentido. Pueden ser suaves y progresivos de reforma y regeneración política y social o pueden ser violentos y huracanados y barrer lo que, a pesar de todo, hemos construido. Lo demás son simples fuegos artificiales.