Cuando en 1986 España quedó vinculada a la Unión Europea, creíamos que los enemigos de la democracia occidental estaban detrás del Telón de Acero con el poder de referencia en Moscú. Ni siquiera inquietaba la China de Mao, que dejó de ser mito hasta para nuestros chicos de la Joven Guardia Roja que, después de morir Franco, quisieron hacernos maoístas. Nuestra democracia parecía consolidar su fortaleza con la segunda victoria de Felipe González. Tres años después se hundía el Muro de Berlín y, cual fichas de dominó, fueron cayendo los regímenes comunistas de Europa empezando por la URSS. En ese tiempo Francis Fukuyama, un desconocido politólogo americano se convertía en gran gurú con su artículo “El fin de la historia” en el que auguraba el triunfo definitivo de la democracia liberal. Nadie parecía reparar en dos circunstancias que emergieron de aquella década singular (1990-2000). Permítanme reproducirlas fundándome en hechos que he recopilado (véase: www.lahistoriadelpoder.com). Centraré el primer foco de atención en China, una nación inexistente como Estado a comienzos del siglo XX.
Cuando Mao se convirtió en el amo de China anunció al mundo al entrar triunfante en la plaza de Tiananmen: nuestro país ha despertado y resplandecerá sin límites. Sin embargo, durante cerca de treinta años su mandato fue una triste representación tercermundista: hambrunas, pobreza extrema, represión. Al fallecer Mao en 1976, China no había pasado de ser un miembro más del Comintern que controlaba Moscú. La llegada al poder de Deng Xiaoping alumbró la China del presente. Su refrán favorito: “No importa si el gato es negro o blanco; si caza ratones, es un buen gato”, lo convirtió en método de gobernar. Su primer hito fue imponer un sistema capitalista duro que tomaba como modelo el Taylorismo, al que añadió el incentivo de una mano de obra barata que deslocalizó el trabajo industrial europeo para convertir a China en la gran fábrica del mundo. El factor clave era mantener el poder absoluto del partido comunista, que siempre actuaría en nombre del pueblo, bien para imponer el hijo único o para aplastar cualquier intento de reforma. Lo intentaron los estudiantes tras la caída del Muro de Berlín y dejaron una imagen icónica (Véase: https://es.wikipedia.org/wiki/El_hombre_del_tanque), pero la represión que siguió ha sido imposible cuantificarla y aún se desconoce el destino de los líderes que impulsaron aquel intento.
La segunda circunstancia fue habernos creído que la democracia tiene tal fortaleza que cualquier crisis será superada. Dábamos por hecho que la tragedia de las dos grandes guerras habría funcionado como vacuna indeleble para inmunizar a Europa del odio de los nacionalismos que provocaron la primera de los totalitarismos que dieron lugar a la segunda. Cien millones de víctimas estarían de tal forma grabados en la conciencia europea, que aquel drama no podría repetirse. Tal creencia se ha mantenido, pero una pandemia cuyo origen desconocemos ha puesto en evidencia la debilidad de las democracias frente a sus enemigos íntimos. Propongo identificarlos, pero primero veamos ciertos hechos que definen el escenario del presente: Estados Unidos, la gran potencia mundial, está inmersa en una profunda división social y política tras los cuatro años de Trump. Europa vive con desconcierto la crisis del coronavirus junto al golpe que ha supuesto el Brexit para su unidad. Es impredecible cómo se resolverá el problema, ante las tendencias disgregadoras que producen gobiernos de distinto signo, en sociedades con valores tan diferenciados. En este escenario resurge el nacionalismo, se afianza el populismo, aparecen grupos antisistema. Son los enemigos íntimos de la democracia que, para destruirla, se mueven como pirañas en el cauce facilitador que la propia democracia les da. Así, la libertad de expresión se utilizará para denigrar al adversario, propagar odio y agitar a una masa ignara propiciada por el descontento. El límite que fija la ley se elimina apelando a la violencia con una premeditada confusión de conceptos y valores. Son tan íntimos y próximos los enemigos de la democracia que disponen de cuotas de poder. Instalados en un sistema que les garantiza su zona de confort, contemplan impertérritos a quienes rompen escaparate y batallan contra la policía. Se solidarizan con ellos, incluso cuestionan que la policía haga uso del monopolio de la fuerza que la ley les confiere, como si debiera ser la diana que reciba unos golpes que no puede devolver.
Permítanme que en este escenario vuelva al modelo de China en un mero ejercicio de comparación. Allí se originó la pandemia, pero la ha superado. En el 2012 su crecimiento duplicará al de Europa a la que ha sustituido en influencia en África, donde controla la mayor parte de los yacimientos minerales (neodimio, holmio, lantano) esenciales en la nueva era. El actual líder del Partido Comunista Chino, Xi Jingpin, ha dicho en Davos que cuando acabe la pandemia el mundo se va a parecer más a China. Conozco a empresarios que lo celebrarían. ¿No admite millonarios el Partido? ¿Hay quién pueda oponerse al sistema? Veamos algún ejemplo: la ciudad de Wuhan ha vivido el milagro de haber sido el origen del covid-19 y declararse hoy libre del virus, pero el gobierno chino ha mantenido en absoluto secreto todo cuanto se refiere a la pandemia. Incluso en el caso extraordinario del doctor Yi Fan, cuya piel se volvió negra por un tratamiento contra la enfermedad, el asunto es secreto. Se aplicó en dos casos, uno murió y Yi Fan tiene prohibido hablar. Esa es la normalidad china. Y ahora veamos un ejemplo propio: Alberto Garzón, máximo líder comunista y ministro del Gobierno, declara que en España hay anormalidad democrática.
Cuando China se prepara para ser la gran potencia mundial, blindada por un partido comunista que no admite oposición, procede preguntarnos si nuestras democracias podrán sobrevivir a sus enemigos íntimos.
Quizás el mayor problema haya sido considerar que la democracia nos libraba de responsabilidades personales. Se elegían a unos políticos para representarnos y todo lo demás iría sobre ruedas. En cambio nos encontramos con los mayores niveles de corrupción conocidos. El «demos» ha sido sustituido por los intereses particulares, la codicia y la impudicia. Los que no juegan a eso son tildados de «pringaos». Y eso empezó con el PSOE y su peculiar forma de entender la «Administración pública del Estado», tutelados por EE.UU. (OTAN SI) a través de Flick (o Flock). Con ellos empezó la compra de adhesiones y votos desde los presupuestos públicos (se eliminó el control previo del gasto). Sólo hay que ver el antes y el después de cada uno.
En la escena internacional hemos visto como se impedía el desarrollo industrial y económico de algunos países con recursos suficientes para no depender de la economía imperial. Hasta sacaron a relucir los riesgos planetarios que la industria suponía (Kissinger: «la industria desaparece; sólo tecnología y servicios»). China se hizo con una economía real frente a la distópica de las «punto.com» y otras cosas parecidas. Hoy es de hecho la primera potencia mundial en tecnología, recursos, industria y comercio. EE.UU. vuelve a la escena «demócrata» de plutocracia u oligarquía del dinero servida por los tontos (o listos) útiles que se llaman «izquierda» (da igual el color del gato mientras cace ratones y la gente se lo crea). Trump fue el freno del globalismo financiero salvaje (recuérdese el ITTP) , apostó por los problemas reales de sus ciudadanos y no asistía a las fiestas y saraos de la costa Este , ni estaba en la idea de jugar a crear conflictos bélicos para la industria de armamento. Por eso fueron a por él. Igual que van a por Putin en Rusia , porque es otro hueso duro de roer.
Esos son los verdaderos enemigos de la democracia en todo el mundo. Los que manejan en realidad los hilos del poder salvaje capitalista. Los que dominan los medios de comunicación con el pensamiento globalista. Los demás, los que nos entretienen mientras tanto, son simples teloneros.
Un cordial saludo.