La realidad económica de las migraciones

Es fundamental que en los medios de comunicación se aborden los porqués de la salida de jóvenes a bordo de pateras y cayucos

José Segura Clavell
Por
— P U B L I C I D A D —

A raíz del reciente y terrible naufragio de un cayuco a pocas millas de la isla de El Hierro, hay un aspecto que me ha resultado chocante: la proyección que este tipo de tragedias, las que implican a los migrantes en su arriesgado trayecto por la llamada Ruta Canaria, tienen en los medios de comunicación.  

Es altamente llamativo que los medios de comunicación que más espacio y tiempo han dedicado a comentar que la inmigración sea el principal problema que perciben los ciudadanos españoles, según el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), son a su vez los que menos espacio le dan a este tipo de tragedias con víctimas migrantes.  

Alrededor del fenómeno migratorio son muchísimas las realidades que se ocultan. En esos medios (y debo decir que no es el caso de la gran mayoría de los medios de comunicación en Canarias, para que no quepa duda), no se le da importancia a que más de medio centenar de personas hayan muerto a escasas millas de las costas canarias ni a la humanidad de esos muertos. Todo lo que permita afianzar la imagen del migrante africano como una masa uniforme, como un concepto impersonal, ayuda. De ahí, por ejemplo, la generalización del término “mena”.  

Eso me hace pensar que por ese motivo también escasean en estos medios de comunicación las informaciones que tratan de entender el origen económico que acaba produciendo la decisión de migrar, de subirse a un cayuco, de dejar todo atrás y jugárselo todo a una travesía que algunas estadísticas han llegado a afirmar que se cobra la vida de una de cada cinco personas que la intenta. 

Hoy me gustaría centrarme en estos temas, en reflexionar sobre las causas del malestar del que surge la decisión de migrar: las que originan la enorme desigualdad presente en las sociedades africanas, en la descomunal brecha económica presente entre esta, nuestra orilla, y la del continente africano.  

Uno de casa tres países de África subsahariana experimenta hoy una inflación de dos cifras, y la mitad de esos países están endeudados o se arriesgan a estarlo. Como también sucede aquí, los precios de la cesta de la compra y los productos básicos para cualquier hogar se disparan, mientras que el desempleo (y el subempleo), la corrupción política y administrativa y penurias de diversa índole no hacen más que complicarlo todo.  

Piensen en sociedades sin una mínima protección ante la vulnerabilidad, sin una educación o una sanidad universales y públicas que funcionen, sin los préstamos que nos ayudan a lanzar negocios y donde una enfermedad o un accidente o una mala cosecha pueden tener unas implicaciones brutales para familias y comunidades desprotegidas.  

Piensen en salarios mínimos que no llegan a los 300 euros si hay suerte, en pensiones que se recortan hasta la inanición, en jubilaciones que llegan mucho más tarde de la edad en que la esperanza de vida se extinguió: 65 años, por ejemplo, frente a los 50 donde se prevé la muerte.  

A esto hay que sumarle fenómenos que impactan en las economías africanas, aunque no tengan lugar entre sus fronteras y me gustaría citar tres en concreto: la desaceleración del crecimiento de China, el mayor socio comercial de los africanos y fuente fundamental de inversión extranjera directa; el reflujo socioeconómico de la pandemia, que todavía sentimos todos, y la guerra en Ucrania, con las disrupciones en la circulación de bienes que son necesarios para los pueblos africanos. 

Hay más circunstancias que dificultan la vida a los africanos y sobre las que tenemos una responsabilidad en Europa. Si han leído a expertos como Jaume Portell, que sabe conectar muy bien la macroeconomía con la vida en las calles y los mercados, sabrán por qué los acuerdos pesqueros de la Unión Europea con países como Senegal reciben numerosas críticas.  

La sobrepesca extranjera industrial en aguas africanas, ya sea europea, o china, o de otra nacionalidad, y los precios abusivos que pagamos por el pescado que obtenemos en los mares africanos tienen un impacto enorme en mercados, incipientes industrias y, sobre todo, hogares. Bien sabido resulta que muchos de los jóvenes senegaleses que llegan a nosotros son pescadores que se quedaron sin trabajo, en un país donde la pesca emplea al 17% de la población y es la mayor exportación.  

Hay otros sectores económicos en África que sufren enormemente por las “reglas del juego” de la arena internacional, la presión de organismos internacionales y los vaivenes de los denominados mercados.  

La empobrecida Burkina Faso exporta casi el 90% de su algodón, mientras que las empresas de nuestro Norte se enriquecen con su fabricación y confección. Estados Unidos, primer exportador mundial de este recurso, protege a sus agricultores con subvenciones anuales que llegan al 10% del PIB de Burkina Faso y el país tiene que comprar su propio algodón, manipulado por otros para convertirse en ropa o telas, a un precio mucho más elevado que el que recibieron por la materia prima.  

En el mismo caso se encuentran Costa de Marfil o Ghana con el cacao. Costa de Marfil importa el 60% del arroz que consumen sus ciudadanos, mientras que sus agricultores se endeudan y sufren, dependiendo del precio del cacao, que oscila en los mercados, pero es irrisorio al lado del precio del chocolate. Costa de Marfil es el primer productor de ese cacao esencial para hacer chocolate y África es responsable del 70% del suministro global de este producto, mientras que Europa se beneficia del 57% de todas las exportaciones de chocolate, gran intermediaria del mercado en el mundo. Países como Alemania, Bélgica, Holanda, Polonia o Italia están en lo más alto de las ventas de ese chocolate para el que es esencial la aportación africana (y latinoamericana y asiática, en menor medida). 

Y la lista prosigue… El uranio nigerino, la bauxita guineana, el coltán congoleño, el cacahuete senegalés. Rico, pero empobrecido, el continente africano tiene de todo para desarrollarse, excepto la legislación, el marco económico y, es duro decirlo así de crudo, nuestro deseo de permitirlo. Y no se trata de algo que suceda al azar o que los africanos persigan. 

Les recomiendo un artículo fantástico del profesor Daniel Castillo, de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, en el que afirma no puede minimizarse el impacto del colonialismo y el imperialismo en la estructura económica internacional del presente y, por tanto, en el empobrecimiento africano y la riqueza de Occidente. La división internacional de la producción durante la era de la expansión ultramarina europea abrió una senda marcada por la esclavitud, la extracción económica, la desigualdad y una creciente divergencia entre nosotros y ellos, nos dice. Esta brecha se hizo aún más evidente a partir del siglo XIX a merced de la Revolución Industrial y el nuevo control imperial de la economía, liderado por hombres blancos y occidentales que explotaban y expoliaban en el resto del mundo. 

El profesor Castillo también sitúa en el origen del empobrecimiento africano el Estado colonial que se implementó en la región y que apenas se reformó con las independencias. El modelo es el de una organización burocrática y autoritaria, fiscalmente endeble y violenta, que no trabaja por sus ciudadanos. La posterior Guerra Fría y los sucesivos repartos geopolíticos e ideológicos de África tuvieron y tienen un terrible impacto en un continente donde denuncia el continuo extractivismo, el franco CFA, los Planes de Ajuste Estructural y otras cuestiones que lastran el desarrollo de un continente cuyas ansias de libertad y progreso no apoyamos.  

Dice el profesor que el objetivo de la política es encontrar soluciones para graves problemas y que esas soluciones deberían incorporar necesariamente la mirada histórica y el análisis exhaustivo de estructuras complejas.  

Creo forzoso elevar el debate alrededor de las migraciones, estudiarlas y comprenderlas con los auténticos expertos. Debe dolernos cada persona que se nos muere en la orilla: no podemos esconderles bajo una imaginaria alfombra e ignorar ese drama del que somos parte. En los medios descansa una gran parte de la responsabilidad para poder informar a la opinión pública y para que la política vuelva a elevarse, a coger cuerpo y a ser útil.  

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