El presidente mexicano López Obrador debería reconocer el genio de Hernán Cortés que es, en definitiva, el fundador de lo que es hoy la gran nación mejicana. En mi anterior artículo sobre los 500 años que se cumplen de la conquista de Tenochtitlan en el mes de agosto de año 1521 recordé que el premio nobel mejicano Octavio Paz, refiriéndose al conquistador español, escribió que era imposible no admirarlo.
En general se ignora que los españoles mantuvieron una convivencia pacífica en la capital azteca durante varios meses. El plan de Cortés era convencer a Moctezuma que aceptase ser vasallo del poderoso emperador de España, lo cual —dice— solo requiere enviarle oro «para atender sus empresas». Pero también quiere que destruya los ídolos y los sustituya por cruz. Eso es lo que solivianta a los sacerdotes que perderían su poder. Cortés, prudentemente, cambia la idea de eliminar los ídolos por exigir «que no matasen criaturas». Nada le había impresionado más que los sacrificios humanos. En su Segunda Carta de Relación hace una cruda descripción: Hacen masa de las legumbres y semillas que comen molidas, amasándolas con sangre de cuerpos humanos, los cuales abren por los pechos, vivos, y les sacan el corazón, y de la sangre que sale amasan aquella harina…
Un suceso del que tiene noticia Moctezuma cambia el curso de los acontecimientos. Un mensajero la trae una tela en la que están dibujadas dieciocho naves y gran número de soldados y caballos. Lo más sorprendente es la noticia que le trasmiten: el jefe de la tropa desembarcada dice que viene a detener a Cortés por orden del verdadero representante del rey de España. Entonces surge otro rasgo de Cortés: su sentido de la anticipación. Parte de inmediato con solo ochenta soldados, dejando en Tenochtitlan a Pedro de Alvarado, el más asombroso de los teules por su melena larga y rubia; los indios le apodan el Sol. Lo que no puede prever es que va a celebrarse una festividad azteca y se hará un sacrificio humano. Alvarado no está dispuesto a tolerarlo y sin pensar en las consecuencias lanza a sus soldados contra los nobles y sacerdotes que están en el templo y los masacre. Los aztecas se sublevan. Alvarado se refugia con los suyos en el palacio-cuartel, pide a Moctezuma que ejerza su poder calmando al pueblo. El cronista Vázquez de Tapia refleja así el dramático momento: «Mira que han hecho tus vasallos» —dice el español, y el emperador azteca responde— «vos habéis echado a perder a vosotros e a mí también». Es en vano que se dirija a sus súbditos. Se ha extinguido la autoridad que tuvo. El poder no soporta la debilidad y una voz entre los aztecas exclama: “Qué es lo que dice el puto Moctezuma, ya no somos sus vasallos».
Todo cambia; no importa que Cortés regrese con los 900 soldados que embarcaron en Cuba. Los ha unido a su causa en una operación asombrosa, tras apresar a su jefe Narváez. Cuando años después éste se refiera al suceso, mostrará respeto por Cortés y dirá de él que ha tenido la fortuna de Octavio, la habilidad militar de César y el esfuerzo en la batalla de Aníbal. Pero los españoles ya no acobardan a los aztecas, están defendiendo a sus dioses. De la misma manera que entregaban jóvenes y doncellas para los sacrificios, entregarán ahora su vida luchando. Se ha desmoronado el mito: los conquistadores no son teules, son solo hombres horrendos, atentan contra sus dioses, hay que ofrecérselos en sacrificio. En las semanas que siguen apedrean a Moctezuma cuando sale a hablarles desde una terraza y muere de los impactos en su cabeza.
Solo una circunstancia evita que mueran los españoles: quieren prenderlos vivos para sacrificarlos, de modo que juntando espalda con espalda y valiéndose de la espada y del terror que infunden los jinetes logran escapar. Mas no les queda sino la huida y eligen la noche del 1 de julio de 1520. A duras penas lograrán salir de la ciudad, pero seiscientos españoles pierden la vida. Cuando años después dispongamos del relato de un autor indígena, sabremos que los aztecas extrajeron del canal sus cadáveres: Los pusieron en hileras, cual los blancos brotes de las cañas, como los brotes de magüe, como las espigas de las cañas. Así de blancos eran sus cuerpos.
Solo llegando a Tlaxcala hay salvación. Deben alcanzar la región aliada, pero el nuevo emperador Cuitláhuac considera que puede acabar con los que han escapado en la Noche Triste, nombre que darán los españoles a la terrible fecha. Los indios corredores llevan instrucciones y pronto se forma un ejército azteca que los espera en el valle de Otumba, al que llega Cortés después de cinco días de penosa marcha. Están hambrientos, casi desfallecientes. Cuando Cortés haga el relato al emperador Carlos describirá así un episodio de la huida: «Nos mataron un caballo que, aunque Dios sabe cuanta falta nos hizo y cuanta pena recibimos, nos consoló su carne, porque la comimos sin dejar cuero ni otra cosa».
Son alcanzados por los aztecas el 7 de julio de 1520. Algunos hablan de cien mil guerreros rodeando a los quinientos españoles que escaparon de la noche triste. Cortés en su Carta de Relación no menciona cifras y alude a la ayuda del Espíritu Santo. Desde un altozano, un grupo de caciques dirige la masa de indios. Cortés repara en sus grandes plumajes y adornos. Reúne a los pocos de a caballo que le quedan y dirige un furioso ataque lanza en ristre contra los jefes aztecas. El jefe principal cae muerto y entonces, sorprendentemente, la masa de guerreros se disgrega y huye. Otros setenta y ocho españoles han caído en la batalla según precisó Díaz del Castillo, pero el camino a Tlaxcala quedó expedito y cuando llegaron exhaustos los caciques aliados los reciben amistosos: «En vuestra casa estáis: descansad». Días antes estos fieles amigos habían rechazado la petición azteca de olvidar viejas rencillas y unirse contra los conquistadores españoles.