Hubo un tiempo, no hace tanto, en que los españoles vivíamos con la ilusión de un sistema político, después de cuarenta años de dictadura, que se nos anunciaba como el colmo del progreso, de la modernidad, el epítome de las libertades, la convivencia y la superación de pasadas, dramáticas diferencias: ¡la democracia, tú, qué cosa!
Tanta ilusión que, implicados o no en política, todos, de una forma u otra, nos empeñamos en alcanzar esa Arcadia feliz que la democracia nos prometía. Todos nos convertimos en activistas de la libertad reconquistada, libertad sin ira, ¿te acuerdas?
Lo conseguimos en tres hitos que marcamos en nuestra historia: el referéndum sobre el Proyecto de Ley para la Reforma Política, el 15 de diciembre de 1976, que contó con una participación del 77 % del censo y obtuvo un 94,17 % de votos a favor; las primeras elecciones democráticas en España desde febrero de 1936 —cuyo carácter democrático podría ser muy discutible, dadas las circunstancias—, legalización mediante del Partido Comunista; y el refrendo de la Constitución Española, el 6 de diciembre de 1978, por el 87,78 % de votantes, que representaba un 58,97 % del censo electoral. Y sí, nos instalamos en democracia en un proceso, la llamada Transición, que fue considerado ejemplar a nivel mundial.
¿Qué ha pasado en España para que hoy, cuarenta y cuatro años después, una gran mayoría de los ciudadanos sintamos que nos han estafado, que han traicionado nuestras ilusiones y nos han ido, progresivamente, recortando las libertades que contenía y proporcionaba la democracia que ganamos en la transición?
Y, lamentablemente, la respuesta no es difícil: han pasado políticos con una estatura menguante a cada legislatura, incapaces que hoy no alcanzarían la altura de miras y el sentido de Estado que nos proporcionaron tres décadas y media de convivencia en paz y libertad.
El paradigma de todo ello es, sin ir más lejos, el (escasamente leal) gobierno actual de España, que se ha ocupado más antes de fagocitar instituciones del Estado, desde la Fiscalía General al CNI, pasando por la empresa que maneja los procesos electorales, el CIS o el INE, para alcanzar ahora las más altas instancias del poder jurídico, en beneficio, exclusivamente, de sus perspectivas de mantenerse en el poder.
Ello, además, con el apoyo de quienes abjuran de aquella Transición, hozan en nuestras penas del pasado desde una “memoria” sectaria y revanchista, abjuran de la unidad de España y de la Constitución que la consagra, cuando no directamente atentan contra el Estado y su sistema. Han traicionado la democracia, han recortado las libertades que conquistamos y tienden peligrosamente a un sistema al que solo le falta la Stasi de la Alemania comunista, la Mujabarat de Hussein o la Policía de la Moral del régimen iraní. Eso y que, como encanta siempre a la izquierda, lo que no esté prohibido, sea obligatorio.
Totalmente de acuerdo con el artículo y su contundencia. Por fin vamos abriendo los ojos a las imposiciones distópicas y autoritarias convertidas en dogmas, con que se nos hace comulgar a diario. «Falta ambición y sobra codicia» decía Unamuno. Pues bien, la codicia es tan obscena y está tan bien engrasada, que la soberanía nacional no existe, las instituciones son del partido de turno, los cuerpos del Estado (que no del gobierno) no ejercitan su función de control de los actos y desmanes arbitrarios de quienes se han erigido en líderes del Estrado, sustituyendo incluso a la Jefatura del mismo o ninguneándola públicamente como ocurrió el día de la Hispanidad. ¿Hasta cuando hay que esperar para el ejercicio del artº 56 de la C.E.?
Un saludo.