Si había alguna duda sobre la situación política en España, quedaba despejada hace unos días cuando Óscar Puente, portavoz parlamentario del PSOE, se refería a su jefe de partido y presidente actual de gobierno Pedro Sánchez para afirmar con rotundidad verbal y gestual: “es el puto amo…”.
Sin duda es un lapsus verbal provocado por el entusiasmo y adoración personal, tan frecuente en el mundo de la política como en el mundo del fútbol, pero que invita a una reflexión sobre la deriva del poder supuestamente democrático (Tocqueville) surgido de las urnas, a sistemas políticos “cesaristas” antidemocráticos e inconstitucionales sobre los que advertía Oswald Spengler a principios del siglo XXI en su “Decadencia de Occidente”.
Desde el principio de los tiempos, la figura del líder divinizado ocupó el poder absoluto sobre sus ciudadanos, produciendo todo tipo de formas: tiranías, dictaduras, autocracias, etc. que identificaban en mayor o menor medida el totalitarismo. Esto es la captura ideológica o coactiva excluyente de personas, organizaciones civiles, corporaciones empresariales y sobre todo del mundo institucional, en torno a una persona aupada al poder por cualquier motivo, en torno al cual se va tejiendo una tupida red de lealtades, compromisos sociales o clientelares, mantenidos bien por los impuestos, bien por los castigos.
Ejemplos de ellos han tapizado la Historia a lo largo y ancho de naciones y pueblos, llegando hasta nuestros días, pasando por diversas figuras de líderes que con su talento, su fuerza o su falta de escrúpulos, se habían apoderado de naciones y estados, convirtiéndolos en feudos personales donde no se podía reconocer más poder que el del monarca, jefe o reyezuelo de turno. La frase atribuida al “rey Sol” de Francia Luis XIV (“el Estado soy yo”) ante el parlamento francés reafirmaba su identificación con el estado.
Pero vinieron otros tiempos y los sistemas políticos liberales inspirados en la Ilustración, fueron encontrando camino para sistemas democráticos en que, como proclama nuestra Constitución de 1978 en su artº 1º.2: “La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”.
No hay poderes de ningún tipo si los ciudadanos no los establecen, no los fiscalizan y no los revierten cuando consideren oportuno. Conviene recordar a este respecto el juramento de los reyes de Aragón: “Nos, que somos y valemos tanto como vos, pero juntos más que vos, os hacemos principal, rey y señor entre los iguales, con tal de que guardéis nuestros fueros y libertades y, si no, no”.
No existen pues “putos amos” de nada, ni de nadie. Existen unos poderes delegados por los ciudadanos con las consiguientes responsabilidades (y sobre todo controles) que eviten la tendencia al abuso de quienes tienen que servir únicamente, guardando los fueros (derechos) y libertades de la sociedad. En su estructura organizativa, el primer poder encargado de arbitrar y regular el funcionamiento institucional en su conjunto es la Jefatura del Estado (artº 56 y 62 de la C.E.). Este, a su vez, es sometido al control del gobierno (artº 64 C.E.) en sus actos. El gobierno se somete a control y obediencia del legislativo o Cortes Generales (artº 66.2 C.E.) que representan la soberanía nacional y el judicial se limita a aplicar las leyes. Dicho así todo parece estar claro y cada uno sabe cuáles son sus límites.
Pues no. Todo el sistema político ha ido pervirtiéndose para convertirse en un simple trampantojo de lo que debería ser. Para empezar, el sistema electoral por el que se eligen los representantes políticos se ha encomendado a los partidos o facciones que dicen representar el “pluralismo político” (artº 1.1 C.E.) cuyos intereses de poder han olvidado el pluralismo ideológico que va más allá de los propios partidos. Para ello se instauró el sistema D’Hont con diferencia del valor del voto de cada ciudadano, siguiendo criterios provinciales en lugar de nacionales: igualdad de voto en cualquier lugar del territorio español. Esto vulnera gravemente la “igualdad de todos ante la ley” proclamada en el artº 14 de la Carta Magna y conlleva la lealtad de la representación política a los partidos, con sus listas cerradas y los “mandatos imperativos” prohibidos en el artº 67.2 de la C.E. La democracia ha sido sustituida de hecho por una especie de partitocracia con cada vez menos apoyos sociales, donde no se eligen los proyectos políticos de una formación, sino directamente a unos líderes que, o bien inspiran más confianza o tienen más habilidad para conseguir el poder por cualquier medio.
Esos son los “putos amos” que giran en torno al proyecto “social y democrático” impuesto desde la 2ª guerra mundial por EE.UU., que se ha ido consolidando al servicio de los intereses de los verdaderos “putos amos” mundiales con la globalización de poderes absolutos. La vuelta al antiguo régimen supone la regresión política a los antiguos imperios donde la estructura piramidal resulta clara: el “puto amo” imperial, debe someter a las naciones a sus intereses y para ello necesita muchos y variados “putos amos” a los que poner al frente de los estados, bien globalmente, como es el caso de las superestructuras políticas, bien con carácter de estado sometido a ellas.
La soberanía popular o nacional es arrastrada como un torrente por la enorme cantidad de imposiciones de todo tipo, cuyo fin no es la defensa de los derechos y libertades del “soberano”, sino la implantación de modelos sociales ajenos a los intereses y necesidades de las naciones, a su diversidad y a sus creencias. Los poderes delegados se convierten en poderes reales y éstos a su vez generan sus “putos amos” en todos los ámbitos.
El Sr. Puente ha sido sincero denunciando abiertamente la situación y colocando al presidente del ejecutivo como “puto amo” del país, lo que por otra parte no es una novedad política ya que el sistema clientelar da mucho juego y todos -o casi todos- quieren su trozo de tarta presupuestaria. El reparto de la misma sólo le corresponde al “puto amo” de los dineros públicos según norma convenientemente aprobada.