El grito del campo

Abel Cádiz
Por
— P U B L I C I D A D —

Aconseja un antiguo dicho que con las cosas de comer no se juega, algo que la cultura urbana de este siglo no comprende porque ha nacido y vivido de espaldas al mundo rural, al que solo contempla como paisaje y ocasionalmente para pasear algunos fines de semana. El urbanita desea más bosque que explotaciones agrarias, no quiere granjas de animales porque piensa que sufren un maltrato inadmisible. La corriente vegana rechaza los productos de origen animal: cuero, carne, lana, incluso huevos, leche, queso o manteca, algo inobjetable desde la libertad que cada ciudadano tiene para organizar su modo de comer o de vivir; el problema surge cuando se convierte en un activismo que ataca a la actividad ganadera. Incluso el ministro Alberto Garzón de IU se permitió en su mandato desaconsejar el consumo de carne de vacuno. A la vez podía leerse que en la provincia de Teruel se cerraba la última explotación que había de vacas para producir carne y leche. También se escuchan críticas porque hay terrenos que se dedican a pastos para el ganado, que podrían ser monte natural.

Desde hace más de medio siglo la sociedad occidental ha vivido un periodo de abundancia. A pocos de los nacidos a partir de los años 60 del pasado siglo les queda memoria de la escasez que vivieron sus padres y no digamos sus abuelos. El hecho es que la alimentación como problema de los humanos desde el origen de los tiempos, dejó de ser una preocupación. No estaba entre los primeros asuntos de la lista porque se consideraba que los supermercados ofrecían de todo. Las estanterías estaban llenas. Solo en algunas fotos de comercios en Cuba o Venezuela mostraban una estampa insólita que ya había sido superada en Europa después de la caída del muro de Berlín. La sociedad urbana se impuso completamente a la que aparecía en imágenes del mundo rural consagrado al trabajo agrícola, que quedaba minusvalorado cuando no convertido en la caricatura burlesca del paleto de pueblo. La ciudad moderna y la cultura urbanita triunfaban, mientras el olvido del papel indispensable del agricultor y ganadero, como garantes de nuestra alimentación, les marginaba de consideración y estima.

Muy pocos podían prever que el resultado de la fractura entre campo y ciudad estaba engendrando una situación explosiva. Algunas voces lo advirtieron y entre ellas cabe destacar el empeño persistente de Manuel Pimentel que publicó muchos artículos, durante los últimos años sobre la VENGANZA DEL CAMPO, título que ha dado al libro que recopila todo su trabajo en la materia. Manuel Pimentel —procede que lo recordemos— ha sido el único ministro de nuestra democracia que tuvo la dignidad de dimitir cuando el presidente José María Aznar, que lo había nombrado, se embarcó en la alianza con Estados Unidos e Inglaterra en la guerra de Irak. Señalar tal gesto de renuncia, cuando el escenario político actual nos muestra a todos los ministros secundando a un presidente que hace todo lo contrario de lo que decía, es un reconocimiento a la dignidad que cabe esperar de un alto cargo público.

Volviendo al conflicto abierto entre el campo y cierto progresismo urbanita, el poder político de la Unión Europea debería preguntarse por qué se han perdido cuatro millones de explotaciones agrarias en los últimos 10 años y por qué se sienten amenazados los que sobreviven a tanta burocracia y trabas regulatorias. Fue el espejismo de la globalización el que permitía predecir con optimismo que los alimentos vendrían de cualquier parte del planeta, siempre a tiempo, siempre baratos, siempre abundantes. Por eso parece no importar que en nuestro propio solar patrio la producción de cereales, según datos del Ministerio de Agricultura, presentan un descenso del 51 por ciento respecto a la media del último quinquenio. Una de las razones la escuchamos de uno de los presentes en las protestas de estos días: “Tengo 58 años y me pagan por una tonelada de trigo la misma cantidad que hace 14 años”. Otros aluden a las exigencias que plantea la agenda 2030 o la legislación animalista. Un pastor no concibe que un lobo le mate 50 ovejas y se diga que hay que aumentar la protección del animal salvaje porque hay escasez de lobos. Un agricultor dice ante el micrófono del periodista que producir un kilo de tomates le cuesta cinco veces más que en Marruecos, y hace su breve lista: salarios y cotizaciones sociales, normas burocráticas, diferencias en las regulaciones de la UE respecto a terceros países.

El desencadenante de las protestas ha venido del ejemplo de los franceses que no se andan con chiquitas cuando se trata de salir a la calle. Aún está reciente la imagen que mostraron los chalecos amarillos con su ira violenta. En estas semanas se anunció un sitio de los agricultores a París que ha movido al gobierno de Macron a ceder en una batería de asuntos que van desde la importación de alimentos a las políticas de precios en las grandes superficies. Y es que Francia viene cerrando muchas explotaciones ante medidas de la UE y el incremento de los costos. En Países Bajos los granjeros optaron por convertir sus protestas en acción política cuando un partido animalista casi marginal propuso al Gobierno reducir a la mitad la cabaña ganadera. Su reacción fue constituir un partido, el BBB (movimiento campesino-ciudadano) y el resultado es que han obtenido 1.4 millones de votos (el 20% del mapa electoral holandés)

Ahora, también en España el grito del campo ha empezado a oírse. Atentos.


FOTO: Simulación de una tractorada en la ciudad (ilustración generada con IA el 7 de febrero de 2024, 9:07 p. m.)

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