Deuda legítima y deuda ilegítima

Deuda legítima y deuda ilegítima
Juan Laguna
Por
— P U B L I C I D A D —

En medio del “rifirrafe” de comunicados, presiones, resistencias y razones de unas y otras partes, el conflicto de Grecia con sus acreedores viene acompañado desde las últimas elecciones generales con el triunfo de la formación Syriza, de la puesta en cuestión de la “legitimidad” de la deuda del pueblo heleno con quienes en su momento acudieron a su rescate.

El término “legítimo” —según el significado más aceptable— sería el de algo cierto, verdadero, genuino, auténtico y de acuerdo con la razón o lo justo y sensato, con independencia de su significado jurídico que sería “lo fijado por ley”. Nos encontramos ante dos interpretaciones de lo “legítimo”: la formal que consiste en el cumplimiento de requisitos legales y la moral que implicaría la verdad y justicia.

Los estados han venido aplicando a sus economías —y extendiendo de paso a las economías privadas— la necesidad de endeudarse, con el fin de poder alcanzar determinados propósitos: políticos, sociales o meramente financieros. El sistema de crédito es al sistema financiero la forma más refinada de préstamo con mayor o menor medida de rendimiento. La figura del usurero ya es historia y Shylock, el personaje de Shakespeare, es tratado como un villano sin entrañas ni corazón, solamente interesado en recuperar lo que “legítimamente” le pertenece. Ahora los préstamos a los estados tienen la forma de “deuda pública” (deuda de todos los ciudadanos) y está legitimada formalmente por normas que la amparan aunque, a veces, éstas se aparten de la “legitimidad moral” de lo cierto, para caer en el subterfugio de lo artificioso.

Cuando la deuda se contrae con pleno conocimiento de sus consecuencias, se asume una responsabilidad que, en lo público, alcanzan a los pueblos, pero dejan indemnes a quienes las han producido, provocado o asumido, en aras de una representatividad colectiva, extralimitándose en sus atribuciones por mucha “legalidad” con que se la vista. Se está hipotecando el futuro de generaciones, bajo la presunción de que éstas pagarán algún día o en algún momento lo contraído. Hay una frase que dice: “las generaciones que nacen en las cárceles de la deuda, se pasan la vida comprando el camino de su libertad”. ¡Qué cierto es! Los gobiernos que contraen o producen deuda más allá de sus posibilidades reales, están condenando a sus pueblos a la esclavitud de su pago. ¿Seríamos capaces de condenar a nuestros hijos al pago de deudas contraídas por nosotros? Serían deudas “legítimas” quizá, pero demostrarían el rasero moral de nuestra conducta.

Un artículo en “El Confidencial” de ayer tiene un título sugerente: “Grecia sin salida, y España ¿cuando?”. Estamos mirando y juzgando a los griegos, mientras que olvidamos que, nuestra deuda (o las de otros países de la UE), va a resultar tan problemática en su pago como la griega, pues alcanza niveles tan elevados que, sólo para pagar sus intereses, nos hace falta endeudarnos más y más. El continuo aumento del gasto público en las diferentes administraciones, ha tratado de esconderse con acuerdos sobre el déficit que están resultando papel mojado pues, como decíamos, quien gobierna sabe que está “legitimado” formalmente para tal endeudamiento a partir de coger las riendas de cualquier administración. Por ello, las nuevas formaciones que llegan sin compromisos políticos, financieros o personales son vistas con recelos, no por supuesta ideología, sino por su capacidad de poner en solfa la “legitimidad” moral de las deudas con que van a encontrarse. Este es el efecto contagio que más se teme en la política actual donde, mientras se podía convenir entre los “colegas” acuerdos más o menos tácitos con respecto al gasto público, la pérdida de ese poder puede poner sobre la mesa auditorías poco edificantes sobre endeudamientos, sin el consenso responsable de los ciudadanos. La comunidad de propietarios no da un cheque en blanco a quien la representa para hacer lo que le parezca conveniente, sino para administrar eficazmente el gasto corriente de mantenimiento de la finca sin nuevos gastos no consensuados.

La riqueza nacional de los pueblos ha ido perdiéndose en artificios tecnológicos que han destruido empleo y en actividades económicas cortoplacistas. Es más rentable la intermediación financiera, que la construcción de bienes reales o tangibles. Las tecnologías han servido para ampliar negocio (resultados para la compañía o sus dirigentes) pero no para ampliar salarios o retribuciones en forma más justa. La deuda privada ha venido a unirse (todo se contagia menos la hermosura) a la pública, en un aquelarre financiero carente de soporte real o bajo condiciones impuestas en contratos de adhesión llenos de trampas jurídicas. “Deudas ilegítimas” en algunos casos, según sentencia de la jurisdicción europea, pero llenas de “legitimidad formal” ya que —al parecer— cumplen los requisitos legales necesarios en el país de origen.

Nuestra deuda tiene probablemente a través de estos años una “legitimidad” un tanto dudosa. La letra pequeña con que se financian sus emisiones puede esconder trampas para las generaciones futuras y, a pesar de eso, preferimos seguir emitiendo deuda y saludando con alborozo el seguir entrampándonos. Todo antes que tocar las necesarios e imperiosas reformas de todo el sector público español, del que viven tantos de “los nuestros”. Todo antes que fijar y exigir controles de gasto previos a las arbitrariedades costosas de los cargos públicos. Todo antes que pedir responsabilidades por esos 43.000 millones perdidos por el funcionamiento de las contrataciones públicas, según informe de la CNMC. Quienes se sienten los amos, siendo solo administradores, se han excedido en sus funciones y eso nos pasará factura durante muchos años.

En el mundo de la empresa está tipificado el delito de administración desleal; en el mundo de lo público no parece entenderse de igual forma algunas de las actuaciones llevadas a cabo, por exclusivo deseo de “quien manda” en cada institución o administración. Ellos ya no estarán cuando lleguen las terribles consecuencias de la deuda contraída y, en todo caso, alardearán incluso de haber dejado España “que no la reconoce ni la madre que la parió”, según palabras de alguno de estos destacados personajes públicos. Desde luego, habrá más desigualdad, más pobreza y menos trabajo para pagar la deuda que alguien ha tomado en nuestro nombre. Los acreedores suben (un 40% más de millonarios), mientras los sufridos ciudadanos seguirán sintiendo vértigo ante la impagable cifra que, antes o después, tendrán que pagar como Estado arruinado por sus administradores. ¿Será pronto nuestro turno como pronostica el articulista?


Ilustración basada en una fotografía original de H.A.A. (Ctxt.es)

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