La desobediencia de las normas, el desacato a las instituciones y, en definitiva, la crisis de autoridad es la sintomatología de la fiebre con que cursa la enfermedad de la crisis global. En España ya es una constante que los que mandan en Cataluña en representación y por delegación del Estado alardeen de que se pasan por el forro cualquier decisión o sentencia que procedan del Gobierno o de los tribunales que dirigen y rigen el conjunto de la sociedad española.
Dentro de las fronteras europeas también es una constante poner a parir a “Bruselas”, como encarnación de todas las medidas que impiden campar a sus anchas a los gobiernos más despilfarradores o a los que, con esas críticas, intentan ocultar su pésima gestión interior.
Y, si cruzamos el Atlántico, ahí está el candidato republicano a la Presidencia de Estados Unidos, Donald Trump, anunciando que solo reconocerá el resultado de las elecciones si gana él. Más abajo, en Venezuela, Hugo Chávez primero, y sus sucesores después, se autoproclamaron “demócratas” mientras las urnas les daban la victoria. Tan pronto como la oposición les desbancaba, no han dudado en utilizar todas las armas del matonismo totalitario para no ceder el poder.
Volviendo a España, los que, disfrazados de demócratas respetuosos con las urnas, han visto que por la vía parlamentaria no van a asaltar los cielos del poder, quieren tomar las calles, las universidades y “escrachar” lo que sea preciso para conseguir lo mismo que Lenin. Luego ya le copiarían su famoso aserto: “Libertad ¿para qué?”