Cursillo breve para marxistas

Abel Cádiz
Por
— P U B L I C I D A D —

La retahíla de los Echenique, Belarra, Montero y otros voceros del líder Pablo Iglesias Turrión han contagiado a sus socios, al punto de hacerles olvidar que el partido fundado por Pablo Iglesias Posse, en su XXVIII Congreso se hizo socialdemócrata. Tal es el contagio, que las declaraciones del Gobierno en el caso Ferrovial no se corresponden con la diversidad orgánica de Frankenstein, son uniformes. El cúmulo de acusaciones de ministras y ministros incluido el presidente, hacia Rafael del Pino: codicioso, evasor, antipatriota lleva a precisar al gran jefe de Ferrovial que seguirá pagando aquí sus impuestos. En su defensa han salido otras voces para recordar lo que nuestros marxistas no comprenden: que vivimos en un mundo en el que el beneficio es denostado, pero es lo que mueve la economía, por más que Yolanda Díaz, en su inefable modo angelical, apele a los accionistas de la empresa para que voten en contra, a la vez que pide a Nadia Calviño que impida el cambio de domicilio social de Ferrovial.

Es duro admitir, pero es difícil negar que de nuestras aulas universitarias salgan estos marxistas elementales. ¿Se debe al exceso de penenes mal pagados, al absentismo del catedrático, al estudio con meros apuntes al dictado? Todas las cábalas caben en el inventario de causas, pero lo evidente es que han quedado anclados en su religión de falsos dogmas. Encima, manifiestan odio grosero al emprendedor, cuya obligación natural debe ser lograr beneficio para la empresa. Puesto que nuestros marxistas tienen por enemigo al liberalismo, deberían aprenderse una cita de Adam Smith, de su libro La riqueza de las naciones, aunque fuera solo para intentar refutar la idea que defiende: no es la bondad del panadero, del frutero o del carnicero por la que hay alimentos en Londres, sino por el provecho que quieren sacar de su trabajo.

Están muy recientes las diatribas contra empresarios destacados: Juan Roig (Mercadona), Amancio Ortega (Inditex). Nuestros marxistas deberían estudiar como caso práctico el de ambos. Veamos el de Amancio, hijo de ferroviario que inicia su vida laboral a los 14 años como dependiente en una tienda de ropa. Monta su propio negocio y en cuatro décadas su taller de batas y albornoces se convierte en una empresa global con 7.000 mil tiendas y 150.000 trabajadores. Tanto Roig como Ortega son criticados por Pablo Iglesias por haberse convertido en ricos. Nuestro profesor de ciencias políticas ni siquiera sigue el consejo de Aristóteles (Política, libro VIII): es virtud en la polis odiar de modo correcto. Pero lo que es peor: ninguno de nuestros marxistas se pregunta por qué en su mundo ideal nadie fue capaz de crear Inditex o una Mercadona. Cuando en noviembre de 1989 el escenario comunista quedó al descubierto, con la caída del Muro de Berlín, el mundo de la economía liberal pudo ver lo que había detrás, un cuadro tercermundista carente de libertad y de bienestar material. El propio Putin ha contado que creció en un apartamento de diecisiete metros cuadrados con su familia.

La cosmovisión comunista nació de una idea: el Estado exigirá que cada uno aporte según su capacidad y reciba según su necesidad. No es de Karl Marx, sino del filósofo francés Saint-Simon que, ante la cruda realidad del maquinismo concibió un modelo de sociedad en la que los empresarios, técnicos y trabajadores, se convirtieran en la columna vertebral del Estado. De ese núcleo debía dimanar el poder; el resto de la sociedad eran clases no productivas. Ahí incluía el clero, los terratenientes ociosos y la nobleza de la que, dicho sea de paso, él mismo formaba parte con el título de conde.

Las teorías de Saint-Simon influyeron en Marx, un burgués sin muchos recursos y cargado de hijos (cuatro con su mujer Mary, uno con la criada) que tuvo la suerte de conocer a Engels, cuya familia poseía en Manchester una fábrica de telas. Enamorado éste de una obrera irlandesa que le hizo conocer el mundo obrero, quedó sensibilizado y escribió sobre aquel capitalismo sin rostro humano que a él le hizo pudiente. Engels achacó a la propiedad la causa del mal y pensó que, suprimida esta, desaparecería la codicia. Conoció a Marx cuando fue a pedir que publicaran su trabajo y del encuentro nacería una profunda amistad y el apoyo económico que facilitó a éste dedicar varios años a escribir El Capital.

Y así hemos llegado al catecismo que considera el trabajo como una alienación, algo ajeno a nuestra vida, mera forma de explotación por la que el empresario se apropia de la plusvalía. Así es su dogma. Para no discutir con los creyentes, me limitaré a decir que la economía liberal valora el trabajo, lo considera inherente al deseo humano, estimula la iniciativa y aplaude el mérito. Técnicamente prueba que el concepto de la plusvalía es una mera transacción, lo que se adquiere por valor N puede generar N+1, pero de la misma forma si el resultado es N-1 se produce minusvalía, es decir, pérdida para la empresa y la sociedad.

Marx no pudo vivir ni entrever la complejidad de la economía moderna que, para ser eficiente, debe combinar tres recursos: capital, tecnología y trabajo, con una condición: crear valor en los productos o servicios que ofrece. Ese es el valor que añade, la riqueza que genera. Y tiene que satisfacer (retribuir) a los tres: al capital inversor, al trabajador empleado y a la reposición tecnológica. ¿Es tan difícil comprender esto, queridos marxistas? Huelga decir, para terminar el cursillo, que el sistema capitalista no es idílico, sino darwiniano, pero ha sido y es el auténtico facilitador del estado de bienestar. Hasta el comunismo chino lo ha entendido, pero esa es otra historia y prometo contarla.

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