Hubo un tiempo (hasta 1º de septiembre del año 2004) en que la muerte de una empresa estaba regulada por leyes del siglo pasado, con alguna que provenía incluso del siglo diecinueve. Cuando un emprendedor no podía atender pagos a su vencimiento, aquella legislación le permitía constituirse en “suspensión de pagos”. El nombre trasmitía una connotación tan negativa que, casi siempre se iniciaba la crónica de una muerte anunciada: los proveedores congelaban suministros, salvo pago al contado, y los bancos trazaban una cruz sobre la empresa afectada. La ley, sin embargo, no dañaba a los Administradores y se conocen casos en los que de una empresa en tal situación, se habían extraído suculentas retribuciones por estos. Eran los socios y accionistas, así como los acreedores, quienes perdían casi siempre su dinero y, sin embargo, los directivos y consejeros, a veces más que bien retribuidos y, en algún caso con muy dudosa gestión, quedaban fuera de toda responsabilidad.
Los legisladores, con buen criterio, asumieron la necesidad de dotar a la actividad económica de un marco legislativo que fuera más protector de la empresa: de ahí nació la LEY CONCURSAL, cuya exposición de motivos daba la expectativa de ser la herramienta necesaria. Esta Ley establece los criterios que deben tenerse en cuenta para conocer el estado de insolvencia de la empresa y solicitar el Concurso Voluntario, cuestión esta que no especificaba la anterior, pues ninguna obligación existía en tanto la empresa atendiera los pagos a su vencimientos y, según la nueva Ley, cabe la responsabilidad plena de los Administradores por diversas causa objetivas: por ejemplo agravar la situación de la empresa. Es decir, que si en un momento dado en lugar de liquidar la empresa y cerrarla se opta por intentar salvarla y la situación se agrava, los responsables tendrán riesgo patrimonial grave.
El problema nace de la situación patrimonial de la empresa: si tiene bienes inmuebles en su Inmovilizado sabe bien que, independientemente del valor contable de los mismos -muchas veces infinitamente inferior al que tienen en el mercado- su venta le permitirá atender mejor a los acreedores. Pero otro inmovilizados tales como instalaciones, por costosas que hayan sido, vehículos, stocks de almacenes, etc. ¿Qué valor tienen en una liquidación? Con seguridad muy inferior al que figura en Balance. Pues bien, de todo ello se deriva una responsabilidad que afecta patrimonialmente a los Administradores ante la calificación de concurso culpable, viéndose de pronto que las deudas de la empresa pasan a ser deudas propias. Dicho en otras palabras, unos consejeros que representen a los accionistas, acaso para asistir a las reuniones del Órgano de Administración, sean estas de carácter esporádico o periódico y sean ellos perceptores de una dieta irrelevante, cómo única compensación, se verán patrimonialmente afectados, afrontando con sus bienes personales o gananciales las deudas que tuviera contraídas la empresa en liquidación.
¿Y SI A LA EMPRESA LA MATA IRREMISIBLEMENTE EL MERCADO?
En la nueva Ley la figura determinante para que la liquidación de la empresa no culpe a sus administradores de buena fe y de gestión honesta, es la calificación de Concurso fortuito. Así creemos que debe ser de justicia para quienes han luchado por superar vicisitudes adversas y que, pese al esfuerzo desplegado y al capital arriesgado en el devenir empresarial, los hechos testarudos del mercado, a veces sometido a cambios vertiginosos, terminan por llevar la empresa a su liquidación. Esta circunstancia es valorada por los Administradores Concursales: profesionales independientes cuya formación económica, auditora y jurídica les faculta para este cargo que les asigna el Juez Mercantil y que emitirán su propuesta de calificación si la empresa se liquida. El Juez del Concurso, tras dictamen del fiscal, emite la calificación definitiva: concurso fortuito o concurso culpable. Si lo primero, los socios y accionistas se pondrán al final de la cola para ver si recuperan algo de su inversión. Si es lo segundo y ellos forman parte del Consejo de Administración no sólo no recuperaran nada, sino que pueden verse obligados a afrontar con sus bienes el pago de las deudas de la empresa.
Hasta ahí, nada es objetable de este reciente instrumento legal, salvo que el complejo desarrollo del concurso se prolonga hasta dos años si no se logra encauzar la viabilidad empresarial y, durante ese largo proceso, los administradores de la empresa gestionaran el día a día y estarán bajo la intervención de los Administradores concursales con los que colaborarán obligadamente en cuanto se les solicite.
¿Y SI FALLA EL PERFIL HUMANO DEL ADMINISTRADOR CONCURSAL?
En el núcleo de esta nueva profesión surgida de la Ley Concursal, son seguramente mayoritarios quienes la desempeñan con espíritu ecuánime, con capacidad de empatía sobre el difícil oficio del emprendedor, acaso porque han vivido los avatares del quehacer empresarial, seguramente también porque distinguen con nitidez la diferencia entre gestores proclives a guiarse por el interés crematístico, y emprendedores que luchan hasta el final, que han puesto capital y esfuerzo y que, finalmente, sólo el infortunio de una circunstancia cual puede ser un cambio de comportamiento del mercado, lleva a la extinción del negocio. Si son rectos actuaran con hidalguía y señorío: Sea cuales fuere su dictamen objetivo en la calificación, no atribularán a los administradores poniendo sobre ellos la amenaza de una calificación negativa, cuando están ante un concurso cuya razón de ser parece deberse al infortunio.
Mas, cómo en todo colectivo humano, junto a estos profesionales con mayúscula, puede aparecer el personaje que se siente poseedor de una parcela de poder que acaso nunca tuvo, porque es la esencia humanista y la calidad personal la que distingue la autoridad moral –autorictas- del poder a secas -potestas-. Un ejemplo reciente ilustra la perversión del perfil más negativo de esta figura de administrador concursal: me comentaba un ilustre jurista que asistió en calidad de asesor a un empresario en concurso y, ya en la primera entrevista de éste con el Administrador concursal que le fue designado, lo primero que escuchó antes del cortés “buenos días” fue lo siguiente: “Sepa usted como empresario que puede terminar en la cárcel». Naturalmente, el hombre quedó anonadado pues, junto a su preocupación por la difícil situación de su empresa, aquel personaje le añadía una losa moral. Otra experiencia, vivida por una profesional honesta y diligente, que tiene el cargo de Administradora en una empresa en concurso por cese de actividad, fue sometida a similar presión moral por parte del Administrador Concursal que le correspondió en esa lotería aleatoria de la designación, ya que para él – y así lo anuncia a priori: “todo concurso es culpable”.
Constituye un enigma de la caracterología poder entender que mueve a determinadas personas a manejo tan espurio de “su poder” cuando, por otra parte, es sólo parte de un procedimiento que concluye en la Justicia. Nada cabe objetar a su valoración subjetiva de hacer al Juez su informe negativo, lo que sí es objetable es que degrade la relación humana con quien administrada la empresa en concurso y convierta su actuación en una sutil y a veces no tan sutil forma de presión moral hacia una ya de por sí atribulada por gestionar el cese de una empresa que destruye su propio puesto de trabajo y el de otros empleados.
La Ley Concursal lleva sólo tres años de vida y la CEOE, la CEIM y otras Asociaciones empresariales, deberían hacer un seguimiento de actuaciones que pueden asemejarse al acoso moral, porque si ya es un problema de consecuencias imprevisibles para el futuro la falta de vocaciones emprendedoras (únicamente uno de cada diez estudiantes universitarios dice desear ser emprendedor y tres de cada diez soñarían con trabajar como funcionarios) ¿Qué ocurrirá, si el fracaso de una empresa, es pre-juzgado por quien no debe, cuando ello conlleva para los gestores de la empresa una inhabilitación de hasta diez años, además de la responsabilidad económica personal? Bien está que así sea para irresponsables o aprovechados, pero si es la Justicia quien tiene la última palabra para pronunciarse sobre las actuaciones del empresario o de sus administradores ¿Por qué un personaje secundario se permite anticiparse al Juez, introduciendo desde el primer día un quebranto moral a quien está sufriendo una contingencia tan dura como es enfrentarse a la muerte de su empresa?