Caben muy pocas dudas de que Israel completará su ofensiva en la Franja de Gaza alcanzando los objetivos que Netanyahu y su Gabinete de Guerra se habían propuesto: la destrucción de Hamás; la de la arquitectura subterránea que le ha servido de soporte, y la eliminación de todo atisbo de que Gaza vuelva a ser una amenaza para Israel. Va implícito también el rescate de todos los rehenes aprehendidos por los terroristas de Hamás en la terrorífica expedición del 7 de octubre. Por lo tanto, la primera conclusión que puede anticiparse sin mucho margen para el error es que Gaza será, tras esta guerra, un territorio distinto, en el que Israel no dejará que al socaire de los diferentes capítulos de la ayuda humanitaria florezcan amenazantes instalaciones clandestinas de carácter militar. La Convención de Ginebra que prohíbe tajantemente el ataque a edificios o complejos médicos u hospitalarios, también establece que esa inmunidad desaparece cuando un bando los transforma u utiliza para fines distintos al socorro o auxilio sanitario.
Quedará por decidir qué autoridad administrará ese territorio de más de dos millones de gazatíes palestinos, el 75% de los cuales declaró apoyar las atrocidades cometidas por Hamás el 7 de octubre. Admitamos que quienes respondieron a la encuesta estuvieron condicionados por el implacable control a que están sometidos por Hamás, pero aún así se hace difícil pensar que Israel no supervisará mucho más de cerca tanto los movimientos como las mercancías que circulen en el interior de la Franja, y en especial a las ONG, cuya buena fe e intenciones de partida han terminado sirviendo de pantalla para atacar a Israel.
Pero, la guerra en Gaza también está teniendo serias consecuencias en la “otra” Palestina, la asentada en Cisjordania, esos apenas 6.000 kilómetros cuadrados enclavados en la orilla occidental del río Jordán. Viven en ellos tres millones de palestinos, dependientes de la Autoridad Nacional Palestina (ANP), instalada en la pequeña ciudad de Ramala, situada a tan solo una veintena de kilómetros de Jerusalén Este. Ambos -Cisjordania y Jerusalén Este- fueron ocupados por Israel tras su fulgurante victoria en la Guerra de los Seis Días (1967) sobre Egipto, Jordania y Siria.
Teóricamente, la ANP debiera haberse erigido en la institución representativa por antonomasia del pueblo palestino, tanto el que habita en Gaza como el que vive en Cisjordania. No ha sido así desde que Hamás accediera al poder en 2007, expulsando todo vestigio de supervisión por parte de la ANP. Ello ha significado tanto que el Movimiento de Resistencia Islámica (Hamás) se erigiera en el poder absoluto en la Franja de Gaza como que la ANP perdiera también credibilidad entre los propios palestinos de Cisjordania, acción propiciada y favorecida por el propio Israel que ha hecho todo lo posible por minimizar o ningunear directamente a Mahmoud Abbás, el presidente de la ANP.
Israel ha desautorizado las protestas sucesivas tanto de la propia ANP como de Estados Unidos y de la Unión Europea, relativas a los asentamientos judíos en esta región ocupada, a la que Israel se refiere siempre por su nombre bíblico de Judea y Samaria, para acentuar así su instalación inmemorial en dicha tierra.
Lo cierto es que, si en Gaza el número de víctimas palestinas se sitúa cerca de las 15.000, según recuento de Hamás, en Cisjordania superan ya los 220 desde el 7 de octubre, a tenor de las cifras facilitadas por la ANP. Antes de esa fecha, ya habían muerto 192, en el año más sangriento en la región desde la última intifada.
Son ya 700.000 los colonos judíos instalados en los casi 300 asentamientos que han construido en Cisjordania, incrementados aceleradamente en estos dos meses de guerra en Gaza. El primer ministro, Benjamin Netanyahu, ha legalizado a toda prisa 22 asentamientos, que antes eran denominados “puestos de avanzada”, pero que la propia legislación de Israel considera fuera de la ley.
Sobre el terreno, los ciudadanos palestinos de Cisjordania se ven sometidos a desafíos y provocaciones de los colonos israelíes, punta de lanza de los extremistas más radicales, cuyas acciones son contempladas pasivamente por los militares y la policía israelí cada vez más a menudo. Invocando razones de seguridad, los propios colonos impiden a los agricultores palestinos la recogida de su cosecha de aceitunas, lo que acentúa el empobrecimiento de una población ya muy castigada. La Organización Internacional del Trabajo cifra en el 24% el empleo destruido en la región, a lo que se une la cancelación de los permisos de trabajo que Israel había otorgado hasta ahora a los palestinos de Cisjordania. En términos económicos, la región ha perdido el 20% de su PIB, unos 2.350 millones de euros en salarios, y casi otro 20% por el parón de las transacciones comerciales palestinas, que en más del 70% se realizaban con Israel. Ni qué decir tiene que la otra pata de la economía cisjordana, el turismo, ha vuelto a sufrir otro revés, de manera que las celebraciones navideñas de este año, que ya vienen sufriendo importantes mermas, pueden recibir el golpe de gracia definitivo.
Con esta situación, la futura arquitectura política y territorial palestina aparece más endeble que nunca, pero es evidente que la comunidad internacional debe trabajar en algún proyecto de solución. Provocar de alguna manera que Cisjordania se convierta en un lugar hostil e invivible para sus moradores palestinos no será en cualquier caso una buena salida, antes bien el encono y la desestabilización serán amenazas constantes.
FOTO: Un hombre palestino conduce una motocicleta mientras se enfrenta a las tropas israelíes durante los enfrentamientos con ellas en la entrada norte de la ciudad de Ramallah, en Cisjordania, cerca del asentamiento israelí de Beit El, el 20 de octubre de 2023, mientras continúan las batallas entre Israel y el grupo palestino Hamás | AFP/JAAFAR ASHITIYEH