Sorprendente cuando menos la constante evocación en Francia del general Charles De Gaulle en estos días. El fundador de la V República parecía ya pasto exclusivo de la historia cuando ha vuelto a emerger en los debates, análisis y controversias políticas de la única potencia nuclear con que cuenta actualmente la Unión Europea, una vez autoexcluido de la misma el Reino Unido.
El motivo de este resurgir del pensamiento gaullista es la comparación del estado actual de Francia con el que tenía el país durante la convulsa IV República (1946-1958). Entonces, tras el indudable mérito de haber convertido en potencia vencedora a una Francia previamente rendida a Alemania por el mariscal Petain, el desbarajuste de las luchas partidarias internas había puesto a la nación al borde del colapso. De Gaulle fue llamado por aclamación para poner fin al desbarajuste, y exigió una nueva Constitución a su medida, de manera que pudo adoptar las medidas draconianas que se imponían. Así, decidió la brutal reforma económica que trajo el denominado entonces franco fuerte; una vigilancia implacable sobre el gasto y, por supuesto, un no menos severo aumento de los impuestos, con los que financiaría la descomunal transformación de Francia de un país eminentemente agrícola y rural en uno de los más punteros del mundo en tecnología.
Michel Barnier, el actual primer ministro francés, no tiene en absoluto los inmensos poderes que se le otorgaron a De Gaulle, empezando porque está un escalón por debajo del presidente Emmanuel Macron, éste muy mermado de poderes tras los reveses electorales sufridos por las formaciones que le sostienen. Pero, Barnier es no obstante el personaje que encarna la misión de enderezar a una Francia de la que desconfían los mercados de valores, con un déficit público superior al 6 %, una deuda de más de tres billones de euros y una prima de riesgo superior hoy a la de España o Portugal, por ejemplo. Todo ello ha motivado que Barnier, al presentar los Presupuestos, haya descrito la situación como la de “un país amenazado por una espada de Damocles”.
La “fiesta” gastadora de Macron durante el mandato y medio que lleva ya en el Palacio del Elíseo ya es inasumible, de manera que Barnier, aun retorciendo la verdad al decir que “no impone la austeridad”, ha dibujado unas cuentas en las que recuperar el crédito internacional supone encontrar como sea 60.000 millones de euros. O lo que es lo mismo, aplicar unos recortes de gasto público por valor de 40.000 millones de una parte, y, de otra, recaudar 20.000 millones. Como es costumbre inveterada, se alude a que gran parte de estos últimos vendrán de una subida de impuestos a las mayores empresas del país -son alrededor de 300-, pero aun así no será suficiente, por lo que habrá que recurrir, como también es ya inamovible tradición, a brear a la sufrida clase media.
Barnier se propone frenar la hemorragia que ha puesto a Francia en el punto de mira de la Comisión Europea por déficit excesivo, pero no hay indicios en su proyecto de Ley de Finanzas 2025 de las reformas reclamadas y que nunca se aplican ante el poder desestabilizador de unas fuerzas sindicales ancladas en una visión del mundo claramente sobrepasada, pero alineadas con una extrema izquierda carcomida de obsolescencia.
Estos presupuestos solo verán la luz si el Reagrupamiento Nacional (RN) de Marine Le Pen no se opone, en tanto la ultraizquierda del Nuevo Frente Popular (NFP) sigue explorando estrategias para echar abajo al Gobierno, sin descartar un derrocamiento del presidente Macron, sobre todo tras haber ensayado ya una primera moción de censura y renovar las ganas de acometer una segunda que llevara a nuevas elecciones generales y presidenciales, y con toda probabilidad una nueva Constitución.
La espada de Damocles, pues, a la que parece aludir el propio Barnier es que, además de la convulsión económica y financiera del país, agudizada además por la incidencia de las actuales guerras en Ucrania y Oriente Medio, Francia se convierta en tan ingobernable como en la IV República. Esta vez, a diferencia de entonces, no se vislumbra la personalidad providencial que acabe con el marasmo.
FOTO: Michel Barnier, primer ministro de Francia | AFP/ STEPHANE DE SAKUTIN