Un chavismo moribundo que no puede perder el poder

Pedro González
Por
— P U B L I C I D A D —

Una voz tan autorizada como la de Carlos Malamud, catedrático de Historia de América e investigador del Real Instituto Elcano, dice que “Maduro y los suyos no pueden perder esta elección [presidencial] porque si lo hacen pueden acabar con sus huesos en la cárcel o en el exilio e incluso con una pérdida total o parcial de sus patrimonios mal habidos”. 

Lo dice a propósito de la cadena de burdas manipulaciones que el régimen castro-chavista de Venezuela viene efectuando para evitar la alternancia en el poder. 

La oposición al régimen ha visto cómo se obstaculizaba e impedía por todos los medios que María Corina Machado pudiera aparecer enfrentada a un Nicolás Maduro, pugna sobre la que los sondeos de opinión fiables dicen que arrojarían una derrota aplastante del actual presidente y consiguientemente de un régimen considerado por no pocos analistas como una narcodictadura, que extiende sus tentáculos por la propia América, África y Europa. Machado, aún cuando sigue preconizando que no abandonará la lucha política porque la democracia vuelva a Venezuela, se avino a acatar su inhabilitación y retirarse del cartel electoral en favor de una octogenaria, Corina Yoris. 

Pero, tampoco a esta le gustó al régimen chavista, que impidió su inscripción de una manera tan burda que hasta habituales defensores internacionales del chavismo como los presidentes Lula da Silva (Brasil) y Gustavo Petro (Colombia) o el expresidente de Uruguay José Mujica, no tuvieron más remedio que calificar de “antidemocrático” el enjuague madurista. 

Un paso atrás en la habitual y cerrada defensa que Brasilia y Bogotá hacen del chavismo, pero mucho menor en todo caso que los calificativos que propinan al régimen caraqueño desde diversos países europeos y latinoamericanos en donde ha prendido la contención a la ideología neocomunista. Críticas que han sido respondidas por el actual presidente de la Asamblea Nacional Bolivariana, Jorge Rodríguez, con el lenguaje versallesco que les caracteriza: “Métanse sus opiniones por donde les quepan”. 

Por Madrid ha pasado también el subsecretario de Estado norteamericano para América Latina, A. Nichols, quién en su disertación en la Casa de América no dejó de manifestar su “esperanza” en que Venezuela respetará los Acuerdos de Barbados. 

Según estos, firmados entre el Gobierno chavista y la oposición democrática, y respaldados por Estados Unidos y Brasil, Caracas se comprometía a facilitar un proceso electoral limpio y democrático a cambio del levantamiento gradual de las sanciones internacionales y de la liberación de personajes como Alex Saab, el empresario colombo-venezolano, que estaba preso en una cárcel de Florida por su papel como presunto testaferro del presidente Maduro. 

Nichols dijo esperar hasta mediados de abril para que EE. UU. tome una decisión respecto de Venezuela, o sea para confirmar lo que aparece como la evidencia incontestable de que Caracas obtuvo lo que quería: recuperar a Saab, potencial testigo de cargo por lo mucho que se presume sabe sobre las interioridades presuntamente inconfesables del régimen, y dejar para nunca que a Maduro se le oponga electoralmente un candidato con todas las probabilidades de desbancarle. 

Es en esta coyuntura en la que la vicepresidente venezolana, Delcy Rodríguez, ascendida a los cielos de la fama universal desde que aterrizara en el aeropuerto de Barajas con cuarenta maletas de misterioso contenido, ha presentado un proyecto de “ley contra el fascismo”, que será redactada por una Alta Comisión de Estado contra el Fascismo y el Neofascismo. 

Muy en la línea del amigo ruso Vladimir Putin, la maniobra apesta de nuevo a una vuelta de tuerca a una represión que no descansa. Bajo el pretexto de castigar más severamente aún a los que provoquen “actos de violencia” el nuevo bodrio legislativo chavista parece dar el último aviso a los que aún tengan la heroicidad de resistírseles, y que les quede claro que el régimen no cederá el poder bajo ningún concepto. 

El propio Maduro y sus próximos han esgrimido supuestos intentos de asesinarle por parte de la oposición, en los que estarían involucrados miembros de las Fuerzas Armadas. Las acusaciones, por supuesto nunca probadas fehacientemente, sí han servido tanto para endurecer la represión como para acentuar el miedo en una población cuya principal preocupación diaria es librar una lucha denodada para escapar del hambre que asuela a un país cuyo subsuelo es un emporio de riquezas naturales. Y, sobre todo, para purgar a esa Fuerza Armada Nacional Bolivariana (FANB), en la que han sido degradados, encarcelados y expulsados 33 militares, todos ellos señalados como “conspiradores para cometer magnicidio”. 

Probablemente los gobiernos democráticos precisen de más pruebas para convencerse de que los regímenes que sojuzgan a sus pueblos, como la propia Venezuela, Nicaragua y naturalmente Cuba, jamás cederán el poder por las buenas. O tal vez ya estén convencidos, pero también de que los intereses geopolíticos y económicos aconsejen la contemporización y el apaciguamiento. Y luego, más adelante, ya si eso, volverán a invocar los grandes valores de la libertad y la democracia.    

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