Terrorismo islamista contra una Rusia que aterroriza a Ucrania

Pedro González
Por
— P U B L I C I D A D —

Nada más lógico que Rusia reclame sin distinciones la solidaridad y la unánime condena internacional del atentado terrorista contra una atestada sala de conciertos en Krasnogorsk, en las afueras de Moscú, reivindicado poco después de cometerse por Daesh, el sanguinario autodenominado Estado Islámico. 

Para quienes abominamos del terrorismo, entre otras cosas por haber sido víctimas, testigos directos o sufridores de las consecuencias de tales atentados, no caben distingos. No hay terrorismo bueno que valga, todos son abominables, tanto más cuanto que sus autores no hacen ascos a las matanzas indiscriminadas en aras de un supuesto objetivo superior en sus atormentados cerebros. 

Como en tantos otros atentados, las decenas de muertos, heridos y mutilados que dejará esta masacre pasarán a ser números de una estadística pasado el tiempo, mientras que quienes son sus víctimas directas arrastrarán su tragedia durante toda su vida, contagiando su lógica pena y amargura a su entorno más cercano. Rusia, el pueblo ruso, merecen, pues, la solidaridad y la condena sin paliativos de los autores de esta tragedia, por haber padecido esta matanza indiscriminada.

Sin embargo, la emoción inmediata que suscita esta acción del Daesh no debe suavizar en absoluto el análisis que merece la guerra de agresión que Rusia realiza en Ucrania. Allí está intensificando sus bombardeos, tanto contra edificios civiles, con el consiguiente número de víctimas, como contra las infraestructuras también civiles. 

Casualmente, el mismo día del atentado del Daesh en el Crocus City Hall, Rusia lanzaba el mayor ataque con misiles y drones para destruir la industria y el suministro energético en Ucrania, privando de electricidad a más de un millón de ucranianos. 

Una destrucción que incrementa un poco más el desolador paisaje de ruinas y de víctimas que la agresión de Putin a Ucrania está dejando día tras día desde hace ya más de dos años.  

La obsesión del presidente Vladimir Putin con Ucrania llevaba a uno de sus principales valedores, el expresidente y exprimer ministro Dmitri Medvédev a acusar a Ucrania del atentado y amenazarla con una escalada de la guerra, incluyendo la eliminación física de sus dirigentes, por supuesto con el presidente Volodimir Zelenski a la cabeza. 

Una reacción desmedida cuando menos, que amalgama y asimila cualquier incidente a una Ucrania de la que pregonan no existe como el país soberano e independiente, reconocido por una Unión Europea en la que aspira a integrarse. 

Los dirigentes rusos quizá debieron ser más receptivos a las advertencias de los servicios de inteligencia de Estados Unidos y el Reino Unido, que el pasado 7 de marzo detectaron que “elementos extremistas tenían planes para atentar de manera inminente contra recintos o manifestaciones donde hubiera grandes aglomeraciones de público, incluidos los conciertos musicales” en la región de Moscú. 

La siempre aguda y cortante portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores ruso, María Zajárova, se justificó echando la culpa a los propios americanos: “Si Estados Unidos disponen o dispusieron de datos fiables al respecto, debieran transmitírselos inmediatamente a la parte rusa”. 

Una excusa, al fin y al cabo, toda vez que el siempre temible FSB (sucesor del KGB) conocía desde el primer momento la citada advertencia de la inteligencia americana a sus ciudadanos residentes en Rusia. 

Atentado terrorista en Moscú. Centro comercial rodeado por ambulancias y vehículos militares.

Por otra parte, esta reaparición estruendosa del Daesh en Moscú tiene mayor repercusión por haber sucedido en la populosa capital rusa, ya que la organización islamista no ha dejado de extender sus tentáculos desde que fuera derrotada y desalojada de sus bases en Siria e Irak. 

De hecho, su actividad e influencia se extiende ya ampliamente por toda la franja del Sahel, en donde la lucha conjunta con los gobiernos locales de fuerzas francesas y norteamericanas contra ellos, se ha visto neutralizada por los golpes de Estado en Malí, Níger y Burkina Faso, en donde las nuevas juntas militares en el poder están procediendo a sustituir a sus antiguas fuerzas aliadas por las rusas de la transformada compañía Wagner, antes y ahora brazo de Putin en una región del Sahel cada vez más convulsa. 

En la descarnada lucha por conquistar territorios, zonas de influencia e incluso constituir un nuevo orden mundial, Rusia no debiera olvidarse de que el terrorismo yihadista sigue siendo una de las mayores amenazas a la paz y seguridad internacionales. 

No hacer un frente común contra él puede reportar alguna ventaja inmediata a quién cometa la imprudencia de aliarse con él, pero puede tener la seguridad de que sus objetivos no tienen nada qué ver con la estabilidad y la prosperidad a la que aspira la inmensa mayoría de los pueblos, incluidos los regidos por sátrapas que prefieren reinar sobre un mundo en ruinas.  

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