
Donald Trump sí lo ha hecho, con indisimulado orgullo por haber puesto el mundo patas arriba, y haber acabado en apenas 45 días con el viejo orden internacional.
Su larga perorata, a lo largo de 1 hora y 40 minutos, ha tenido no pocos rasgos de sus aún recientes mítines electorales, repitiendo los lemas más repetidos de su campaña: “Make America Great Again”, “Drill Baby Drill” o “Fight, Fight, Fight”, este último surgido del atentado en el que, tras salvar la vida, reapareció como el hombre valiente que tanto aprecia una tradición americana acostumbrada a la escueta dicotomía entre los “winners” y los “losers”.
A modo de advertencia a los que no acaban de creerse que Trump esté dinamitando a marchas forzadas los fundamentos del viejo orden, el presidente les espetó que “sólo estamos empezando…” Según mi propia contabilidad, el presidente solo se refirió al concepto democracia una sola vez, asegurando que “su Administración está en trance de arrebatar el poder a la burocracia irresponsable para restaurar la verdadera democracia en América”.
Trump parecía gozar de la atmósfera de tensión que reinaba entre los diputados y senadores, a los que quiso dejar claro no solo que cree firmemente en la bondad de las políticas emprendidas, sino que también se enorgullece de “haber acabado con la tiranía del ‘wokismo’, esa que imponía sus llamadas políticas de diversidad, igualdad e inclusión”. A este respecto, les anunció que llevará al Congreso una ley que “prohíba y criminalice definitivamente la incitación al cambio de sexo de los niños”, enarbolando de paso, a modo de divisa, que “cada niño americano debe ser consciente y aceptar que es como lo creó Dios”.
En el orden interno, con las correspondientes consecuencias hacia el exterior, Trump llenó de elogios a su amigo e íntimo colaborador Elon Musk, a quién alabó por su trabajo “para acabar con el despilfarro”, y amenazó con destituir de manera fulminante a los funcionarios que se resistan al cambio.
Además de estas cuestiones, el repaso de los grandes problemas internacionales que Trump abordó también sirvió para reafirmar sus posiciones. En primer lugar, sobre Ucrania, anunciando a la audiencia haber recibido una carta del presidente Volodimir Zelenski, en la que le indica “su disposición a sentarse a la mesa de negociaciones tan pronto como sea posible, a fin de conseguir una paz permanente”. Trump omitió, pero no hacía falta, que el presidente ucraniano le pedía disculpas por su propio comportamiento en el Despacho Oval de la Casa Blanca, que estaba dispuesto a firmar el acuerdo de cesión de sus tierras raras, y que admitía el liderazgo incuestionable del mandatario americano. Un acto de reconocimiento, sumisión y vasallaje que podría insertarse en no pocos pasajes de la historia de los imperios de otros tiempos.
Las ambiciones de completar su dominio las volvió a enunciar Trump, masajeando a la opinión pública de Groenlandia. Les prometió un futuro radiante, dejando entrever que Estados Unidos apoyará el previsto referéndum de independencia de la isla más grande del planeta. Dinamarca, como potencia soberana sobre la isla, y Europa en tanto que contenedor y cobijo de ambas va a tener una brutal prueba de fuego ante las ambiciones de Trump de controlar prácticamente la totalidad de tan inmenso territorio. Y lo mismo cabe decir de Panamá y su Canal, sobre el que Trump volvió a manifestar su obsesión porque vuelva a sus manos.
Aunque las oleadas inmigratorias sobre Estados Unidos ya han adelgazado considerablemente durante los pocos días que lleva en el poder la Administración Trump, el presidente no se conforma, y conminó al Congreso a que le autorice fondos suficientes para proceder a una deportación masiva.
No precisó quiénes y cuántos residentes ilegales, pero también legalizados de hecho hasta ahora, pudieran ser afectados por esa medida, que en todo caso dibuja la pretensión de Trump de proceder a una ingeniería social que dé lugar a un país con una conformación demográfica cuando menos distinta a la de ahora.
Y, en fin, también para los que albergaban esperanzas de que Trump no llegara a consumar sus amenazas arancelarias o bien las rebajase considerablemente, el líder norteamericano no solo ha dinamitado los acuerdos comerciales con sus vecinos, sino que también se propone aplicarlos brutalmente a partir del 2 de abril.
En suma, Trump ha dado un golpe definitivo al ataúd del viejo orden internacional, cuyas numerosas instituciones y burocracia tendrán que desaparecer o al menos renovarse y adelgazar considerablemente. El cambio está en marcha, será cada vez más brutal e irreversible, y arrollará sin contemplaciones los viejos paradigmas.
Habrá que agradecerle en todo caso a Trump que no se ande con rodeos ni eufemismos. Puede resultar desagradable, pero hace y cumple lo que dice, y a diferencia de otras latitudes muy cercanas en donde se cambia de opinión con inusitada frecuencia y los políticos negocian cuestiones trascendentales a escondidas, Trump lo hace de cara y a la luz del día.