La Unión Europea, sin exagerar, es el último reducto de los valores democráticos surgidos de la Revolución Francesa, y perfeccionados a raíz de la Segunda Guerra Mundial. Libertad, igualdad y solidaridad han sido los tres pilares en los que se ha asentado el Estado de derecho, y el más formidable avance en la prosperidad conjunta de un continente en el que la paz no era sino pequeños paréntesis entre continuas confrontaciones bélicas.
A esa posición de vanguardia mundial de la UE, sobre todo en el capítulo social, han contribuido factores tan decisivos como gozar de una relación privilegiada con Estados Unidos –el vínculo transatlántico-, en quién Europa delegó la tarea de velar por su seguridad, y de paso forzarle a desempeñar el papel de gendarme mundial. Un rol que Washington terminó asumiendo de buena gana hasta que en su balance de pérdidas y ganancias, tanto de soldados como de intereses, empezaron a no cuadrarle las cuentas.
Si bien fue el presidente Barack H. Obama el presidente que comenzó a advertir a Europa que la relación se había enfriado, y que las apetencias norteamericanas se inclinaban mucho más hacia Asia y el Pacífico, ha sido con Donald Trump con quién Europa se ha dado de bruces con la dura realidad de que se ha quedado sin el paraguas de su tradicional aliado protector. También, que de aquellas pasiones mutuas se está pasando rápidamente a la fría y escueta relación de que cada lado defiende a cara de perro sus intereses, dejando las alianzas para las ocasiones puntuales en que tales coincidan, especialmente frente a terceros.
Este es, pues, el telón de fondo con el que se estrena la nueva Comisión Europea, presidida por la alemana Ursula von der Leyen, investida por los tres grandes grupos del Europarlamento: el Partido Popular Europeo (PPE), el grupo de Socialistas y Demócratas (S&D) y los liberales de Renew. A ellos se sumaron algunos diputados de los Verdes, que no siguieron la consigna general de abstenerse, al igual que hicieron los ultraconservadores polacos de Ley y Justicia y los populistas italianos del Movimiento 5 Estrellas. En total, Ursula von der Leyen obtuvo 461 votos a favor, 157 en contra y 89 abstenciones.
Todo ello, ¿para hacer qué?
Pues, fundamentalmente para dar la gran batalla por la supervivencia de la Unión Europea, relegada contra su voluntad a jugar un papel secundario en un mundo en el que el choque entre las dos grandes potencias, Estados Unidos y China, alcanzará diversos grados de intensidad hasta que quizás sea inevitable una gran confrontación, y donde Rusia está intentando recuperar, en muchos casos con notable éxito, parcelas de la indiscutible influencia que alcanzara como Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS).
Von der Leyen estrena su mandato en la Cumbre del Clima en Madrid, un problema planetario mayor al que la UE solo puede responder con el ejemplo, y atrayendo con autoridad a las grandes potencias más contaminantes. Europa apenas emite el 9% de los gases que destruyen la atmósfera y de los elementos que envenenan los ríos y mares de la Tierra. La lucha contra la emergencia climática requerirá movilizar muchos recursos, al igual que la asunción de los costes de una defensa propia, una vez constatado que Estados Unidos ha dejado no solo de ser un aliado incondicional sino incluso fiable, como se ha demostrado en el caso de los kurdos, abandonados tras haber sido la fuerza de choque contra los yihadistas del Daesh.
Además de esos dos grandes capítulos, la nueva Comisión de Von der Leyen deberá arbitrar alguna fórmula que permita a la UE lograr algún consenso en materia de refugiados e inmigrantes, ahora mismo la cuestión más divisiva y disolvente de la unidad europea; apuntalar, o por mejor decir, instaurar un Estado del Bienestar adecuado al tamaño de unos ingresos sensiblemente mermados; rearticular el territorio, en el que la brecha entre el medio rural y el de las ciudades no hace sino ensancharse, y sobre todo no perder el tren que ya se nos está yendo de la vanguardia tecnológica.
Mucha tarea, por lo tanto, para muy magros recursos económicos. Además de perder la aportación de un contribuyente neto como el Reino Unido, si se materializan todos los indicios que apuntan a su definitiva salida en apenas dos meses, la Europa del norte, encabezada por Alemania, no quiere pagar más del 1% de su PIB a la UE. Financiar mediana y eficazmente los capítulos enumerados requeriría no menos de un 1,25%, sin que tampoco hubiera margen para mucho más. En suma, la UE puede asentarse en esta legislatura en la potencia que pueda erigirse en contrapoder de las grandes, a la vez que en ejemplo y polo de atracción de las esperanzas de África, Iberoamérica y alguna parte de Asia, o convertirse en un mero “daño colateral” en la pugna entre los grandes, como apunta el nuevo presidente del Consejo Europeo, el belga Charles Michel. La mayoría proeuropea que ha investido a la nueva Comisión tendrá que demostrar que también hallará fórmulas políticas de entendimiento para una legislatura en la que no cabrá el empate; sólo ganar o perder, y en cualquiera de los casos será toda la UE la que triunfe o muerda el polvo de la derrota, no solo una u otra facción de su extenso arco político.