Aquella matanza, la mayor sufrida por los judíos desde el Holocausto, desencadenó la guerra que está tiñendo de sangre los territorios palestinos de Gaza y Cisjordania, pero también del Líbano, con no pocas posibilidades de desbordamiento a toda la región y, por ende, a todo el mundo.
Con aquella matanza, Sinwar propinó un golpe brutal a la propia causa palestina. Sus planes, supervisados por Teherán, previeron, claro está, la brutal contraofensiva israelí, y seguramente también dieron por descontado que el prestigio de Israel sufriría un revés demoledor a través del relato que ha llegado a presentarlo como una potencia genocida.
En estos tiempos, en que las imágenes se superponen a velocidad de vértigo y se espolean las emociones por encima del análisis racional y contextualizado, hay que reconocer que Sinwar y Hamás, y por supuesto Irán, han logrado un inusitado resurgimiento del antisemitismo y la consiguiente culpabilización de Israel en la voluble opinión pública de lo que llamamos Occidente.
Los políticos y medios occidentales han cargado las tintas sobre la figura del primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, a quién se ha presentado como un líder cada vez más autónomo de su principal protector y valedor, Estados Unidos, cuyos esfuerzos por concluir la guerra mediante periodos prolongados de alto al fuego y las correspondientes negociaciones estarían siendo sistemáticamente boicoteados por un Netanyahu, cuya supervivencia política dependería precisamente del alargamiento del conflicto.
Cierto es que antes de aquel 7 de octubre de 2023, el líder israelí se enfrentaba a protestas cada vez más numerosas contra sus proyectos políticos, en especial el de recortar las competencias de un poder judicial que le tenía cercado. Pero, también lo es que, apenas se produjo aquella matanza, el pueblo israelí aparcó sus diferencias y se aprestó a defender una patria que saben jamás podrían volver a recuperar si perdieran una sola guerra, porque para ellos no habría entonces una segunda oportunidad.
No ha mentido, pues, Netanyahu cuando, tras certificar haber alcanzado el objetivo de “haber saldado la cuenta pendiente con Yayha Sinwar”, el enemigo público número uno, el primer ministro manifestara que “la guerra no ha terminado”.
A continuación, se mostró magnánimo, pero nuevamente amenazador: “A los que tienen la custodia de nuestros rehenes secuestrados les pido que depongan las armas y nos los devuelvan. Si lo hacen, les permitiremos salir y vivir. Pero, a quienes les dañen serán ellos mismos los responsables de su propia muerte”.
Con un Hamás diezmado, aunque pronto sustituyan al líder eliminado, la población gazatí podría reflexionar y, devolviendo a los rehenes, despojar a Israel del principal pretexto para seguir bombardeando la Franja.
En cuanto a los demás frentes, Hezbolá tampoco ha plegado velas tras la sistemática eliminación quirúrgica de toda su cúpula, y sigue lanzando regularmente cohetes, drones y misiles contra todo el territorio de Israel, y no sólo la zona limítrofe con Líbano.
En cuanto a los hutíes, además de las operaciones que han semiparalizado el tráfico marítimo del mar Rojo, mantienen un arsenal de misiles balísticos y drones capaces de alcanzar sobradamente el territorio de Israel, y además en su caso el liderazgo aún está intacto.
Y, por supuesto, queda el principal instigador y respaldo de todas estas organizaciones, el Irán de los ayatolás, que además de haber frenado la normalización judeo-árabe mediante los Acuerdos de Abraham, ha emprendido una acelerada labor diplomática para resaltar la unión del mundo musulmán por encima de las diferencias suníes-chíies frente no solo a Israel sino a todo lo que representa Occidente. Y nadie en el entorno del guía supremo iraní ha cuestionado que su principal e inalienable objetivo siga siendo la destrucción de Israel.
Así, pues, el final de la guerra no parece desde luego muy próximo.