Como siempre que sube al nivel de guerra la permanente tensión en la que viven palestinos y judíos el mundo entierra la equidistancia y vuelve a dividirse en partidarios acérrimos de uno u otro bando. Fácil entonces hacerse acreedor al calificativo de antisemita o islamófobo si los integrantes de uno u otro lado ven el más mínimo atisbo de simpatía o comprensión hacia las razones del supuesto enemigo.
Atravesamos el enésimo episodio de esa dicotomía de odio como consecuencia de la nueva ofensiva de las Fuerzas de Defensa de Israel (IDF por sus siglas en inglés) contra la Franja de Gaza. En este conflicto siempre existe además un aniversario o una conmemoración, que contribuye a dramatizar aún más la épica del enfrentamiento. En esta ocasión, la explosión de los disturbios en la Explanada de las Mezquitas de Jerusalén, coincidiendo con el final del Ramadán, y ahora el recuerdo de la Nakba (literalmente, Catástrofe) por la evicción de los palestinos tras la instauración del Estado de Israel en 1948, sirven como justificantes del victimismo palestino y del masivo lanzamiento de misiles desde Gaza sobre territorio israelí.
¿Cuántos palestinos han de morir para que sus vidas importen?, se preguntaba un corresponsal de Al Jazeera en Estados Unidos, aludiendo al movimiento antirracista que en aquel país se ha extendido a todo el mundo bajo el afortunado eslogan del Black Lives Matter. Un mantra que emociona y conmueve de forma que es raro no alinearse contra su supuesta y generalizada antítesis, el culpable supremacismo blanco.
En paralelismo simétrico, ¿cuántos judíos han de perecer para que se les acepte su derecho a vivir y desarrollarse dentro de unas fronteras seguras y garantizadas? La inmensa tragedia del Holocausto puso los cimientos de ese derecho. Desde entonces, Israel y el pueblo judío en su conjunto se han esforzado, y conseguido, en evitar que su hogar en la Tierra no fuera barrido por quienes le presentan como usurpadores. Estos mismos días, el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, calificaba a Israel de “Estado terrorista que quiere apropiarse de Jerusalén”. Lo dice alguien que parece soñar con restablecer el Imperio Otomano, el mismo que sometió por la fuerza a toda la región mediooriental durante cuatrocientos años.
De la Nakba al realismo o la desesperanza
Desde la primera guerra árabe-israelí en 1948 la desproporción ha sido la tónica que ha presidido aquel y los sucesivos enfrentamientos. Pero, parece olvidarse quién estaba entonces en inferioridad manifiesta, demográfica y militar, de partida. La Nakba palestina empezó por el rechazo al acuerdo de Naciones Unidas que establecía la existencia de dos Estados. Desde entonces, las sucesivas guerras tenían el mismo objetivo: deshacer el Estado de Israel y lanzar a los judíos al mar o a una nueva, malquerida y secular diáspora.
Esa falta de reconocimiento a la legalidad internacional de origen y a la legitimidad de su estancia en la misma tierra que habitaron hasta su expulsión por el Imperio Romano, no dejaba a Israel otra salida que la de defenderse. Que en el transcurso del tiempo haya conseguido una superioridad militar aplastante es la consecuencia lógica de vivir bajo la amenaza constante de ser borrado del mapa a la menor oportunidad. Y que cuente con el respaldo sin fisuras de Estados Unidos, sea republicana o demócrata la administración en ejercicio, es fruto tanto de la geopolítica global como de las relaciones de poder internas en una superpotencia en la que pugnan por proyectar su influencia centenares de comunidades originarias y enraizadas por tanto en todos los rincones del planeta. El lobby judío en Estados Unidos hace lo mismo, solo que con mayor éxito, que el armenio, el croata o el italiano.
La guerra judeo-palestina se prolonga ya durante 73 años sin que hasta la fecha hayan podido consolidarse acuerdos permanentes de convivencia pacífica. El último y sin duda el de proyección más sincera fue el que firmaron en El Cairo el 4 de mayo de 1995 Yitzhak Rabin y Yasser Arafat, estableciendo la puesta en marcha de la autonomía palestina. Una arquitectura institucional al cabo frustrada, sobre todo por el enfrentamiento interno entre las facciones palestinas de Al Fatah y de Hamás, monopolizadora de un poder absoluto en Gaza y convertida abiertamente en un satélite del régimen iraní. Los millares de misiles y drones con explosivos lanzados desde la Franja han sido terminados de ensamblar y movilizados a través de la red de túneles excavados en el subsuelo de esta abigarrada e inhóspita lengua de tierra. Es el “metro” de Gaza, red que la Operación “Guardianes de las Murallas” israelí ha bombardeado con ahínco y en la que presumiblemente habrían perecido también decenas de jefes del brazo armado de Hamás.
Pareciera lo más lógico que judíos y palestinos asumieran que están condenados a entenderse. Pero, esa lógica parece alejarse cada vez más del escenario de las soluciones probables, y sobre todo viables. Abundan los análisis que, tras diseccionar todos los ángulos, concluyen en que no hay otra salida que instaurar los dos Estados. De llevarse a cabo, habría que echar mano de la geometría de regla y cartabón, tan propia del siglo XIX, para dibujar sus fronteras, habida cuenta de la realidad actual que ha convertido Cisjordania en un conglomerado de bantustanes.
El mayor problema vendría sin embargo de la falta de unidad de la comunidad internacional, encargada de garantizar el hipotético acuerdo, toda vez que, además del Próximo Oriente, disputa sus crecientes y enconadas diferencias en muchas otras regiones calientes del planeta.