Data de 1905 la ley que consagra la separación de la Iglesia y el Estado que convirtió a Francia en el país más adelantado en la implantación efectiva de la laicidad. Aunque el objetivo de la ley era desatar al Estado de las servidumbres y compromisos contraídos con la Iglesia Católica, los legisladores de entonces se refirieron a “todas las religiones”, pensando obviamente en la competencia de los protestantes, que tantas luchas sangrientas protagonizaron en las antiguas Galias. No se traslucía en aquel texto una especial preocupación respecto de la religión musulmana, practicada mayoritariamente en los territorios africanos que Francia había incorporado en régimen colonial.
Con su abundante ración de matanzas y otros episodios sangrientos, la progresiva y rápida descolonización, iniciada al término de la Segunda Guerra Mundial e impulsada decisivamente por Naciones Unidas, se tradujo en un flujo creciente de emigrantes de los nuevos países independizados hacia la antigua metrópoli, que con ello creía alcanzar dos objetivos: un lavado de la propia conciencia nacional por los excesos cometidos en las guerras de independencia, especialmente graves en el caso de Argelia, y mantener una fuerte dependencia económico-comercial con sus antiguas colonias.
Ambos objetivos se han conseguido: Francia ha tenido ya gestos de reconocimiento de culpa por sus excesos colonialistas, sin dejar de alardear paralelamente de sus grandes aportaciones culturales, financieras y de desarrollo humano a aquellos territorios, “ya que no vamos a admitir que todo lo que hicimos fuera intrínsecamente malo”. También ha contribuido a educar a las élites emergentes de esos países, de forma que raro es el dirigente de sus antiguas colonias que no haya pasado en su adolescencia y juventud por las universidades o las academias militares francesas.
Pero, Francia también ha incorporado a su población a una ingente cantidad de inmigrantes, que además de contribuir con su trabajo, mayoritariamente manual, a la prosperidad del país de acogida, ha importado tanto lo mejor como lo menos bueno del islam. La segunda, tercera e incluso ya la cuarta generación de ese aluvión migratorio son ciudadanos franceses de pleno derecho, por haber nacido, vivido y haberse educado por completo en Francia. Entre cinco y siete millones de musulmanes están así insertos en la sociedad francesa. Banlieus, sinónimo de territorio sin ley
Al igual que los inmigrantes procedentes de países del sur de Europa, América Latina o Asia tienden de entrada a agruparse según sus orígenes comunes en barrios determinados, los africanos han hecho lo mismo. Sin embargo, son precisamente los de procedencia árabe los que, aduciendo todo tipo de supuestas discriminaciones y afrentas sociales, han convertido buena parte de sus barrios en auténticos guetos, convertidos desde hace más de dos décadas en presa fácil del islamismo radical.
Son las denominadas banlieus, suburbios a los que la Policía se resiste siquiera a entrar, y en los que se han ido implantando de facto los usos, costumbres y en definitiva el poder de quienes aspiraban a suplantar la autoridad del Estado francés. Más aún, de protestar contra la discriminación, se ha pasado progresivamente a cuestionar las leyes de la República, desembocando incluso en rechazar su orden jurídico frente a la ley islámica.
El último sondeo al respecto, que ha colmado la paciencia del Elíseo, indica que el 74% de los franceses musulmanes menores de 25 años respetan los preceptos del islam por encima de las leyes republicanas. Un 45% va incluso más lejos, al considerar que los valores islámicos son incompatibles de todo punto con los valores de la sociedad francesa.
A diferencia de sus predecesores, el presidente Emmanuel Macron ha dejado de contemporizar y ha decidido afrontar el problema en todo su conjunto. Su proyecto acoge púdicamente la denominación de ley contra el separatismo, si bien el objetivo central es obviamente el separatismo islámico, aunque en el texto se advierta implícitamente también contra posibles veleidades secesionistas de vascos, corsos, catalanes o bretones.
Macron, ya en el tercer año de su mandato y a dos de una nueva elección presidencial, aborda el problema en su raíz, de manera que la educación obligatoria dejará de tener excepciones, como hasta ahora, para los musulmanes. Así, además de decretar la educación obligatoria a partir de los 3 años, prohíbe expresamente la denominada “enseñanza a domicilio”, subterfugio en el que se amparaban numerosas familias para que sus hijos fueran educados en casa, habitualmente por clérigos o profesores ideológicamente identificados con el islamismo radical.
Se acabará asimismo con la práctica, que cada vez estaba más extendida, de adaptar los menús escolares de las escuelas públicas a las prohibiciones religiosas, así como a la disposición horaria distinta para la utilización de las piscinas, con su correspondiente segregación de sexos.
Y, por supuesto, Macron no se olvida del meollo de la cuestión: abolir la figura de los denominados “imanes en misión de servicio”, figura que ha permitido que 150 clérigos turcos, 120 argelinos y 30 marroquíes, cuyos sueldos son pagados por sus países de origen, impartan sus enseñanzas en 2.500 mezquitas francesas, labor didáctica que ha devenido en ese alarmante porcentaje de musulmanes que contraponen el Corán al Derecho francés. El presidente se propone “liberar al islam en Francia de las influencias extranjeras”, estabilizar las rectorías de las mezquitas y formar en Francia “imanes que defiendan un islam absolutamente compatible con los valores de la República”.
Las presiones para que este proyecto de ley no sea aprobado han comenzado a toda máquina, en especial las procedentes del Consejo Francés para el Culto Musulmán (CFMC), organismo instaurado en 2003 para representar al islam ante los poderes públicos. El más activo en las protestas es el rector de la Gran Mezquita de París, Chems-Eddine Hafiz, para quién suprimir a los imanes en comisión de servicio es “irrealizable”. Una reacción que parece demostrar que esta vez el proyecto de ley ha tocado el pilar más sensible en el creciente fenómeno de la islamización radical en Francia.