Hay que tener mucho coraje para manifestarse a 20 o 30 grados bajo cero, sabiendo a ciencia cierta que, además de los consabidos porrazos, descargas eléctricas y gas pimienta de los antidisturbios, los calabozos y las salas de interrogatorio de los centros de detención retumbarán por los gritos de dolor y se teñirán con la propia sangre. En la Rusia de Vladimir Putin la lucha por la libertad no es un juego de salón, y de ello pueden dar cuenta los testimonios de los miles de manifestantes detenidos desde que el opositor Alexei Navalny regresara de Alemania, en un nuevo desafío al poder omnímodo del presidente Putin.
Desde que Boris Yeltsin le entregara el poder a cambio de garantizarle su propia impunidad, Putin ha acaparado progresivamente todos los resortes, hasta convertirse de hecho en una reencarnación del absolutismo de los zares. Que rija una Constitución, hecha y modificada a su medida, y que se celebren periódicamente elecciones no homologa en absoluto al actual régimen ruso con una democracia real. En efecto, no cabe calificar como tal un sistema que, mediante todo tipo de maniobras y subterfugios, impide la libre concurrencia a los comicios de partidos y líderes cuyo mayor inconveniente es preconizar líneas de comportamiento distintas a las que auspicia el Kremlin. De todos los eliminados hasta ahora por representar una amenaza, presente o futura, para el poder de Putin, el que le está suponiendo mayores quebraderos de cabeza es precisamente Alexei Navalny, convertido a sus 44 años, en la auténtica bestia negra del nuevo zar de Rusia.
Desde que denunciara “la falsificación de las elecciones legislativas de 2011” y tildara a Rusia Unida, la formación política que respalda a Putin, de ser “el partido de los estafadores y ladrones”, Navalny ha comparecido frecuentemente ante los tribunales y ha visitado con la misma asiduidad la cárcel; él y su familia han sido objeto de amenazas, hostigamientos y registros personales y domiciliarios, mientras que sus partidarios sufrían la intimidación y la violencia de quienes obedecen órdenes de no tolerar sus movimientos de protesta.
A lomos de la sistemática denuncia de la corrupción
Navalny no ha construido empero un sólido cuerpo doctrinal político. De hecho, fue expulsado en 2007 de Yábloko, el partido liberal, por considerarle un ultranacionalista. Funda entonces su propio partido, El Pueblo, en el que acentúa su nacionalismo ruso frente a minorías étnicas, especialmente la de los chechenos musulmanes. El ascenso de su popularidad y prestigio se basan en haberse erigido en el mayor denunciante y fustigador de la corrupción rampante en los círculos de poder que rodean y protegen a Putin, apuntando directamente a este último. Todas las presiones ejercidas sobre él, incluida la sentencia que en 2014 le condenó a varios años de cárcel, con suspensión provisional de la aplicación de la pena, y desautorizada por injusta por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, no lograron doblegarle.
Tras haber denunciado un primer intento de envenenarle durante una de sus estancias en prisión, alguien decidió –Navalny acusa directamente al propio Putin- que habría de concluirse el trabajo de eliminarle de una vez por todas. Y así hubiera sido el pasado verano si, una vez intoxicado con “novichok”, el avión en el que viajaba desde Siberia a Moscú no hubiera aterrizado de emergencia a la vista de su estado. Tras múltiples presiones internacionales, Navalny fue trasladado a Alemania, en donde se certificó la toxina neurológica que a punto estuvo de matarle. Uno de los agentes del FSB (el antiguo KGB), cayó en una trampa videoteléfonica, en la que confesó que el objetivo no fue abatido debido precisamente a aquel imprevisto aterrizaje forzoso. El propio Putin se referiría al asunto intentando poner una siniestra ironía: “Si hubieran(mos) querido matarlo, no tengan la menor duda de que así habría ocurrido”, dijo con la suficiencia de un experimentado agente del KGB.
Condenado ahora a tres años y medio de prisión, a cumplir en una denominada colonia penal (lo que antes eran los presidios de trabajos forzados), Putin y su círculo de poder confían en que amaine el desafío de quienes le apoyan en el interior del país y se diluya la presión internacional. Valga como ejemplo que, al fin y al cabo, dónde quedan ya las manifestaciones y protestas en toda Europa por la anexión de la península de Crimea en 2014.
En este 2021 se celebran numerosas elecciones locales en Rusia, además de las generales a la Duma previstas para septiembre. Eliminado Navalny, la principal incógnita estriba en saber si su testigo será recogido primero por líderes locales, que se arriesguen a que se les niegue el derecho a participar. Lo insólito de las manifestaciones en favor de la libertad de Navalny ha sido su celebración a lo largo y ancho de toda Rusia, de Moscú a Vladivostok, de las cálidas orillas del mar Negro a los hielos de San Petersburgo o Ekaterimburgo. Y, además, un sorprendente aumento en ellas de las mujeres, demostrando así que puede estar cambiando a pasos agigantados su papel de sacrificadas y sumisas.
Por otra parte, no le será fácil a Vladímir Putin diluir el mazazo que le ha supuesto la difusión del video de dos horas de duración, en el que se muestra en detalle el lujo exclusivo del palacio de Guelendzhik. Una finca e instalaciones que evocan el poder absoluto y opulento de los zares sobre un pueblo uncido de por vida a la miseria. Que Putin haya tenido que salir a desmentir que tal instalación le pertenezca, y que haya tenido que ser un oligarca, casualmente íntimo de Putin desde la infancia, quien haya reivindicado su propiedad, ha abierto una brecha de desconfianza hacia el hombre al que buena parte de Rusia considera artífice de haber repuesto al país el orgullo de volver a ser una gran potencia.