Descalificado sin piedad a raíz del asalto al Capitolio de sus partidarios más extremistas, además de su permanente empeño en no reconocer su derrota frente a Joe Biden en las elecciones de 2020, Donald Trump se perfila como más que probable nuevo inquilino de la Casa Blanca en el decisivo duelo del 5 de noviembre.
Eso auguran las encuestas más fiables y el conjunto de las casas de apuestas norteamericanas, tanto más dignas de creer en ellas cuanto que las oscilaciones las marca la gente que se juega su propio dinero.
La preocupación entre las huestes del Partido Demócrata va creciendo a medida que la recta final de la larguísima campaña electoral acusa un desfondamiento progresivo de la candidata Kamala Harris.
Tan meteórico como fue su despegue tras el obligado abandono del hasta entonces empecinado Joe Biden, parece ser ahora su descenso en todos los sondeos, a falta solo de que las urnas certifiquen un pronóstico casi tan unánime, pese a que los respectivos aparatos políticos y los medios insistan en la incertidumbre de los resultados, a fin de mantener la tensión y de que los votantes no se relajen.
Trump no ha ganado en votos ninguna de las dos elecciones presidenciales anteriores. En las que le dieron acceso a la Casa Blanca en 2016, su rival, Hillary Clinton, le sacó tres millones de sufragios de ventaja mientras que Joe Biden necesitó siete millones más para lograr desalojarle. El triunfo en un caso y la derrota en el otro se deben a que lo que cuenta al final es el número de los llamados “electores presidenciales”, aportados por cada estado bajo el principio de que “the winner takes all” (el ganador se lo lleva todo). Trump ganó a Clinton por 304 a 227 y perdió frente a Biden por 306 a 232.
Los desajustes observados en 2020, que dieron pie al cuestionamiento del resultado por parte de Trump parecen ahora haber sido subsanados mediante la Electoral Count Reform Act (Ley de Reforma del Conteo Electoral) de 2022, que retoca la de 1887, y que regula tanto el proceso de nombramiento de los electores presidenciales como la tabulación de sus votos.
Dichos electores quedan establecidos en 538, suma total de los que aporta cada estado, y en donde son determinantes obviamente los de mayor población, pero también otros mucho menores, pero que resultan decisivos, tras acumular ya un abultado historial de decantarse por el burro o el elefante, símbolos del Partido Demócrata y Republicano, respectivamente, cuando los resultados son ajustados.
Dado que sociológicamente el voto rural suele ser más conservador que el urbano, los demócratas tendrían que sacar una gran ventaja en el voto popular para que Kamala Harris lograra ser la primera mujer a los mandos de la Casa Blanca.
Y, si bien los estudios demoscópicos no detectan grandes movimientos en la tendencia republicana de los votantes del campo, sí los observan entre los urbanitas, especialmente en los jóvenes, incluidos los medios universitarios, en donde empieza a cundir un hartazgo de la llamada cultura “woke”, y un redescubrimiento de los valores conservadores tradicionales como cimiento y raíces de un proyecto de vida.
A los analistas más identificados con el denominado progresismo les sorprende este giro de tendencia sociológica cuando el contexto económico arroja datos muy favorables para Estados Unidos en este 2024: crecimiento del 2,8 %, inflación del 3 % y un desempleo del 4,1 %, al tiempo que la Reserva Federal ya ha rebajado del 5 % los tipos de interés.
Los motivos de esta oscilación hay que buscarlos en la confianza que suscita Trump respecto de su proyecto nacional. El eslogan “Make America Great Again” (Haz que América vuelva a ser grande) se ha interiorizado en la convicción de los ciudadanos de Estados Unidos de que con Trump en la Presidencia el país gastará mucho menos en cuidar del mundo y mucho más en la prosperidad propia.
Naturalmente y a grandes rasgos, para conseguir que cuadre una ecuación aparentemente tan sencilla serían precisas varias cosas: dejar de sostener económicamente a Ucrania; mantener a raya las exportaciones chinas y europeas, y exigir a la OTAN que sus miembros se rasquen de verdad el bolsillo si quieren garantizar su seguridad y defensa.
Dejemos aparte a Israel, cuyo Gobierno tiene indisimuladas mayores simpatías por Trump que por Harris, porque, en cualquier caso y con la Administración que tenga el poder, seguirá gozando del apoyo y sostén incondicional de Washington.
No es el caso, evidentemente, de Europa, que sufrirá seriamente si Trump cumple las advertencias -o amenazas- que no ha cesado de proferir en su campaña. Los choques entre la Unión Europea y Estados Unidos por razones comerciales y financieras, especialmente en torno a la defensa, serán incluso más duros que los habidos en la primera presidencia de Trump. Sería no obstante una nueva necedad por parte de los europeos refugiarse en el lamento y en la queja y no afrontar sus propias responsabilidades y decida de una vez qué quiere ser de mayor.
Sin que la Administración Biden haya sido especialmente tierna con Europa, con Trump al frente no habrá contemplaciones. Así que, más le vale a los líderes europeos afrontar la realidad de que tienen que cuidar de sí mismos, y que eso solo lo conseguirán priorizando lo fundamental, despojándose de lo superfluo y afrontando en todos los campos la feroz competencia de los que aspiran a apartar a la UE de la primera línea de las grandes decisiones mundiales o bien utilizarla como mero apoyo subalterno.