Hace unas semanas, en un foro civil de diferentes personalidades, oí a un importante jurista referirse al texto constitucional como “muy mejorable”, algo que ya era conocido en el ámbito jurídico como causa de muchos de los graves problemas que vivimos en España.
La Constitución de 1978 junto con la llamada Transición política, no fue un acto espontáneo del pueblo español como verdadero “constituyente” de la misma, sino fruto de un acuerdo partidario entre quienes procediendo del régimen anterior trataban de reformarlo y quienes habían vivido en el régimen anterior desde la disidencia ideológica (aunque sin muchos problemas), buscando básicamente dos cuestiones: mantener la convivencia pacífica y el respeto ideológico (pluralismo) en el marco de un sistema democrático así como blindar la figura de la monarquía en la Jefatura del Estado, siguiendo lo dispuesto en la Ley de Sucesión “franquista” de 6 de julio de 1947.
Tal cambio de orientación política tuvo —como en el resto de Europa— la tutela de EE.UU. interesado en su influencia geopolítica y geoestratégica sobre las naciones europeas dentro del marco de guerra fría con la URSS, con un ligero tinte socializante encomendado en España al PSOE emergente (Suresnes 1974) junto al tinte socialista del régimen anterior.
Es en este punto donde el artº 1º.1 de la Constitución ya establece una línea ideológica del Estado: “social y democrático”, lo que excluiría de facto cualquier otra línea ideológica. Es decir, el Estado toma partido. De hecho, desaparecerían de la escena política partidos tan importantes y clásicos como la democracia cristiana, el socialismo, el liberalismo o el comunismo, mientras se abrían paso los nacionalismos regionales de tradición republicana, reforzados por un sistema electoral que les otorgaba representación parlamentaria superior a la real en las Cortes Generales, lo que choca ya con la “igualdad ante la ley de todos los españoles” (artº 14 C.E.).
El texto constitucional redactado por una comisión parlamentaria institucional fue atribuido más tarde a los llamados “padres de la Constitución” (aunque no quedara clara la “paternidad” ejercida por cada uno de ellos), hasta otorgar la misma a Fernando Abril Martorell (UCD) y Alfonso Guerra (PSOE) en comidas o cenas compartidas (las abundantes digestiones están reñidas con el trabajo intelectual) donde quizás sólo se dedicaran a poner en común el material resultante de unos y otros. Lo cierto es que el texto constitucional salió como salió, se votó mayoritariamente por una población ignorante de su papel “constituyente” y además se blindó ante posibles reformas.
Por eso las palabras del jurista a que nos referíamos, las habíamos oído ya en diversos foros políticos, en actos públicos y en lugares tan importantes como el propio Centro de Estudios Constitucionales, pareciendo haber un consenso en la “mejorabilidad” y necesaria reforma del texto cuya excesiva extensión, sus contradicciones, sus errores jurídicos, su técnica deficiente y su posibilidad de ser modificado por leyes posteriores partidarias (tal como viene ocurriendo), no iba a aportar seguridad jurídica al Estado constituido en 1978.
Esa fue la razón por la que Tiempo Liberal -como otros- se planteó en su momento una “Revisión crítica de la Constitución Española y propuestas de reforma”, que fue acogida y publicada en este mismo foro, donde se pretendía enmendar y corregir errores, aclarar conceptos, ajustar situaciones a la realidad y, sobre todo, impedir las interpretaciones interesadas y modificaciones en la legislación resultante, origen del actual caos jurídico.
Otro brillante jurista (ya fallecido) Pedro de Vega advirtió —junto a otros muchos— de estas circunstancias, incluso de la posibilidad de captura del constituyente (soberanía nacional) por el constituido (el Estado y sus poderes)) a través del ordenamiento que cada gobierno o partido impusiera en base a sus mayorías parlamentarias. En estos momentos en base a las directivas que surgen de la UE y su sistema de gobierno al servicio de los intereses ajenos.
En este marco cualquier cosa es posible. La inseguridad jurídica provocada por el texto constitucional se ha extendido al mundo autonómico y sus competencias (delegadas por el Estado), al regularse las mismas por las cámaras parlamentarias de cada región (innecesarias al estar sometidos a la normativa europea, sometida a su vez a intereses externos y, en su caso, a la normativa estatal que, como se comprobó con la pandemia, impone sus normas cuando le conviene).
Como ejemplo de todo ello, en estos días se habla de la intención de la Generalitat de Cataluña de proceder a expropiar viviendas vacías a los propietarios correspondientes para usos “sociales”, lo que en principio choca con el artº 33.1 de la C.E.: “Se reconoce el derecho a la propiedad privada y a la herencia” (por lo que, de entrada, sería inconstitucional). En cambio, el artº 128.1 de la misma dice: “Toda la riqueza del país, en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad, está subordinada al interés general.” No es preciso recordar que el Fuero de los Españoles de 17 de julio de 1945, ya recogía en sus principios o derechos fundamentales: “confesionalidad católica del Estado, indisolubilidad del matrimonio y protección del derecho de propiedad subordinada al bien común y a las necesidades de la nación”.
Lo mismo sería aplicable a las empresas y actividades legítimas de carácter privado. El artº 128.2 dice: “Se reconoce la iniciativa pública en la actividad económica. Mediante ley (así de simple) se podrá reservar al sector público recursos o servicios esenciales”…” Recordemos lo casos que, a lo largo de los años de democracia, se han expropiado empresas (incluso con la complicidad de su competencia), se han dilapidado y perseguido esfuerzos empresariales o se han malvendido los bienes de las mismas por el simple hecho de tener una mayoría parlamentaria que siempre es pasajera… o no. ¿No estamos ante el engaño bipartidista de unas supuestas ideologías opuestas que caminan juntas hacia las agendas impuestas desde la UE?