Por legislar que no quede…

Juan Laguna
Por
— P U B L I C I D A D —

Empezaremos por decir que el Estado de derecho se sustenta en leyes que faciliten el desarrollo social y económico, así como la convivencia pacífica entre los ciudadanos. Son las reglas del juego de cada estado del mundo, donde el Derecho Natural es la fuente del ordenamiento social a nivel universal, mientras el llamado Derecho Positivo es la adaptación del mismo a las circunstancias de cada momento. Frente a lo intemporal del primero, la temporalidad del segundo resultaría insignificante, si no fuese porque muchas veces es antagónico y contradictorio.

En el esquema político de un sistema democrático donde la soberanía reside en los ciudadanos, éstos son conscientes de las leyes naturales que, sin estar escritas, presiden las relaciones pacíficas y evitan los conflictos, estando ya interiorizadas y consolidadas en cada uno de nosotros desde el comienzo del “uso de razón”. En cambio, debemos adaptarnos a otras normas necesarias que perfilan, matizan y concretan interesadamente las primeras, bien a favor de unos grupos sociales, bien a favor de unas circunstancias nuevas, bien a favor de intereses particulares. De ahí la necesidad de que exista un poder “legislativo” de representación política directa de los ciudadanos y del pluralismo de sus intereses.

Las leyes desarrolladas por tal representación “legislativa” deben ser claras, concretas, fácilmente entendibles para todos los ciudadanos cualquiera que fuere su grado de instrucción, para que el desconocimiento de las mismas no sea nunca motivo de sanción. En lugar de eso, alrededor de las leyes se ha desarrollado la Ciencia Jurídica que, como todas las ciencias, utiliza conceptos, frases, vocabulario y literatura, sólo accesibles para sus agentes, lo que supone de entrada la discriminación restrictiva para la mayor parte del “soberano”, que se ve así obligado a consultar y entender a los mismos. Entre ellas las normas supremas que sirven de soporte a todas las demás. Son las llamadas “constituciones liberales” donde los “constituyentes” son los ciudadanos. Estas normas pretenden recoger los derechos naturales, la organización política y social del Estado y de sus poderes delegados: legislativo (el más importante), ejecutivo (el que obedece al legislativo) y el judicial (el que administra Justicia a todos por igual).

Este esquema tan simple y elemental pretendíamos que sirviera para justificar el título del artículo y comprender el grado de perversión que ha sufrido a lo largo del tiempo, donde unos de los poderes delegados (el ejecutivo), ha capturado de forma más o menos clara a los otros dos, asumiendo funciones que no le corresponden, al legislar no de acuerdo al bien común, sino a intereses parciales de grupos sociales que alcanzan el poder o influyen en él. Una deriva advertida por el historiador y filósofo alemán Oswald Spengler desde los comienzos del siglo XX: “…hacia el año 2000, la civilización occidental degenerada, entraría en estado de extinción, lo que provocaría la aparición del cesarismo (omnipotencia extraconstitucional y por tanto antidemocrática) de la rama del ejecutivo”.

El verdadero poder no está en “ejecutar” o “administrar” lo que otros disponen (la soberanía nacional), sino en la capacidad de imponer a los demás las propias decisiones. Por eso llegamos a la necesidad que tiene todo aspirante al poder verdadero (el que da y el que quita, el que premia y castiga), de controlar el ordenamiento jurídico que les convenga e imponerlo a los demás, lo que nos lleva a la simplificación de Léon Duguit entre “gobernantes” y “gobernados” o, lo que es lo mismo, entre quienes dan órdenes y quienes están obligados a obedecerlas: “el poder capaz de doblegar voluntades de los demás, bien por coacción física, social, económica o ideológica, sometiéndolos a la suya propia”. Conscientes de ello, los diferentes grupos sociales (los partidos políticos lo son) aspiran a legislar a su gusto a través de las elecciones donde se promete unas cosas y luego se imponen otras. Esa ruptura del contrato no escrito (salvo en los programas que nadie lee) con los electores propios, no tiene la adecuada sanción judicial, política o social por la compra descarada y obscena de voluntades con dinero público.

En esa perversión del “Estado de derecho”, nace la tendencia autoritaria de los que tienen capturados o sometidos a los demás poderes delegados, nacidos de la soberanía nacional, a la que no sirven sino que tiranizan, con cada vez mayor número de leyes, cuya calidad jurídica, oportunidad, necesidad social o simple racionalidad, deja mucho que desear.

En España en el año 2013, se calculaban alrededor de 100.000 leyes o normas en vigor, de las cuales 67.000 aproximadamente son de carácter autonómico, con un coste de 45.000 millones de euros (según estudio del profesor Sánchez de la Cruz de la IE University, recogidos por “La Gaceta” de 14/10/2013), lo que suponía alrededor de un millón de páginas que, en el año 2021, habrán aumentado considerablemente en lo que, en el mundo jurídico se conoce como “hemorragia legislativa”, que sólo produce inseguridad jurídica. Por su parte, el estudio “Regulación, Innovación y Productividad” del Instituto de Empresa, señalaba que el aumento de regulación autonómica desde 1988/2006 había provocado “una reducción de la tasa de crecimiento anual de la productividad de 3,5%, con una reducción del 80% anual de las solicitudes de patentes, de más el 100% de solicitudes de modelos de utilidad y entre e 62% y el 112% de las de diseños industriales”. El Consejo General de Colegios de Economistas señalaba que frente a las 700.000 páginas anuales de regulación, Alemania con el doble de población, apenas necesita 5.000.

La UE por su parte aporta unas 3.000 normas jurídicas anuales (según el artículo en “El País” de 23 de julio de 2013 del Foro Europa Ciudadana), que equivale a 280 mensuales o 18 diarias, lo que aclara bastante la calidad y rigor de las mismas y el trabajo real de las instituciones comunitarias. La transposición de cada norma implica —al parecer— “entre 30/300 medidas para su adaptación al derecho de sus estados miembros”. A pesar de ello, los ciudadanos “soberanos” de Europa, nos vamos acostumbrando a sandeces como la regulación del clima en la Tierra o de la biología más elemental que ya no son simples normas legales, sino dogmas religiosos a imponer.

En medio de todo ello, surge el Partido Popular con un despropósito más, pidiendo ahora una “ley de pandemias” cuyo contenido sólo ellos saben, pero que sería el equivalente a la “ley del clima”: una forma más de tapar las vergüenzas de falta real de proyecto político realmente opuesto al despropósito dogmático globalista o una “ley de concordia nacional”. Habría que recordar a los proponentes que será difícil “regular” la acción de virus y bacterias que interactúan con todos los seres vivos como elementos naturales de nuestros procesos vitales y de nuestro ecosistema (otra cosa sería evitar la experimentación artificial arriesgada que pudiera provocar pandemias artificiales o perseguir judicialmente a quienes las promuevan, financien o sean beneficiados por sus efectos). En cuanto a la “concordia” —ya establecida por la propia Constitución— apliquemos sus principios simplemente.

Lo que sí precisamos con urgencia es aplicar la racionalidad al ordenamiento jurídico que nos asfixia, nos lastra, nos confunde, nos empobrece y nos encierra en una trampa, que sólo produce daños, confusión, sufrimientos y castigos innecesarios a esa soberanía nacional que va más allá de las miradas miopes de la política que conocemos.

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