“La Justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey…”
Así comienza el artº 117.1 de nuestra Constitución en el Título VI de la misma titulado “Del Poder Judicial”, uno de los tres poderes clásicos que, según el artº 1.2 del mismo texto constitucional sería uno más “que emanan los poderes del Estado”. Es un poder delegado“en nombre del Estado” (no del Rey) el ejercicio de su administración por parte de los tribunales (aquí encontramos uno de los graves errores que vienen a producir distorsiones en la interpretación de la Constitución). El hecho de que la función constitucional de la Jefatura del Estado, se haga recaer en la figura del monarca, no significa que el Estado Constitucional pueda cambiar de soberanía a la hora de administrar Justicia.
Los encargados de llevarla a cabo son: “los jueces y magistrados integrantes del poder judicial, independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley”. De esta forma se garantiza cautelarmente la total libertad en el ejercicio de la función a este cuerpo de funcionarios públicos que, como tales, son responsables de sus actos jurisdiccionales. A cambio de ello tienen las garantías que establece el mismo artº 117.2: “no podrán ser separados, suspendidos, trasladados, ni jubilados…”. Es decir, tiene el puesto de trabajo garantizado (salvo en los casos de actos irregulares o delictivos) como cualquier otro funcionario público.
Cuando la Justicia emana realmente del pueblo, estamos ante lo que significa en una democracia representativa, la existencia de un órgano de representación directa de los ciudadanos (poder legislativo) ajena a intereses particulares o de grupos (incluidos los partidos políticos ya que son grupos sociales de intereses particulares ideológicos): las Cortes Generales con sus cámaras correspondientes: “Las Cortes Generales representan al pueblo español y están formadas por el Congreso de los Diputados y el Senado” (artº 66.1 de la C.E.). No dice que representan a los partidos que aparecen con un cierto protagonismo en el artº 6: “Los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumentos fundamentales para la participación política…” En ningún caso se les atribuye la exclusiva de representación de la soberanía nacional en las Cortes Generales, sino que pueden concurrir a la formación y manifestación de la voluntad popular que, como es lógico, puede tener criterios propios ajenos a los intereses de los partidos.
El legislativo, el verdadero “poder” de representación política de la voluntad de los ciudadanos, sólo adquiere su legitimidad cuando está formado por personas directamente elegidas por ellos (no por listas cerradas partidarias), a los que los electores pueden revocar la delegación o mandato en cualquier momento. Esa legitimidad reside en la confianza personal, no en la confianza partidaria que, por otra parte, viene vulnerando el artº 67.2 de la C.E.: “Los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por mandato imperativo” al estar sometidos a la disciplina de partido que, en la práctica, constituye un mandato imperativo. Lo mismo sería aplicable en el apartado 3 del mismo artículo: “Las reuniones de parlamentarios que se celebren sin convocatoria reglamentaria, no vincularán a las Cámaras…”. Es decir, no son aceptables los pactos y acuerdos partidarios (a través de sus grupos parlamentarios) fuera de los cauces reglamentarios y contrarios a la Constitución tal como se ha venido haciendo desde hace muchos años.
Era necesario reflexionar sobre todo ello para llegar a establecer la legitimidad (o no) de que sean los partidos los que designen representantes en el Poder Judicial ya que, como hemos visto, la representación política para el ejercicio legislativo está viciada por el sistema electoral que sólo permite la concurrencia partidaria, vulnerando así el artº 23.1 de la C.E.: “Los ciudadanos tiene derecho a participar en los asuntos públicos, directamente o por medio de representantes libremente elegidos…” que, en su apartado 2 confirma: «…tienen derecho a acceder en condiciones de igualdad a las funciones y cargos públicos». Imposible con las leyes actuales contrarias a la Constitución.
El Poder Judicial se encuentra pues frente a todas estas contradicciones constitucionales, sometido en la práctica a las leyes particulares de unos partidos políticos determinados y a sus intereses particulares, al amparo del artº 87.1: “La iniciativa legislativa corresponde al Gobierno, al Congreso y al Senado…” donde el orden institucional parece dejar en lugar secundario a la teórica representación política. De ahí la prepotencia del ¿de quién dependen?
En efecto, desde todos los puntos de vista del funcionamiento material de la Admón. de Justicia, dependen de lo que decida cada gobierno a través de su correa de transmisión en el poder legislativo.
Para eso empiezan a entrar en sus conciencias a través de una propaganda implacable ideológica, mediática y social (a través de grupos subvencionados al efecto). Es más, se habla de “educar” a los jueces y magistrados para adaptarse a los intereses partidarios o se les organiza en asociaciones con las calificaciones de “conservadores” o “progresistas” que, a su vez, son palancas de presión en la necesaria independencia judicial y pervierten el artº 14 de la C.E. : “Los españoles son iguales ante la ley, sin que puedan prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”. El sistema de aforamientos es una demostración de lo contrario. No digamos la sumisión de algunos órganos y cuerpos del Estado a los caprichos, intereses u órdenes del ejecutivo.
A eso llamamos “estado de Derecho” como si con ello quedaran resueltas las muchas contradicciones, carencias, incorrecciones y arbitrariedades del mismo. Hechos recientes con las “puertas giratorias” institucionales de fondo, avalan lo expuesto y cómo la Constitución que debía amparar con sus normas de independencia e inamovilidad” de jueces y magistrados la neutralidad de su función, al final parece papel mojado sin que, por desgracia, haya quien de forma efectiva y real impida los desmanes que se hacen en su nombre.