“El castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla”
Artº 3.1 de la C.E.
Así de claro y preciso es el artículo de la Constitución Española.
Cuando siguen soplando vientos artificiales sobre las lenguas “oficiales” del Estado en diferentes comunidades autónomas, conviene recordarlo para no caer en porcentajes absurdos sobre el deber de conocer la lengua oficial del Estado en todos sus territorios y, en su consecuencia, ser de uso habitual entre los españoles al 100%.
“Las demás lenguas españolas, serán también oficiales en las respectivas comunidades autónomas de acuerdo con sus estatutos.”
Artº 3.2 de la C.E.
Aquí el texto constitucional deja abierto el conflicto, al no establecer con claridad el grado de “oficialidad” de las demás lenguas españolas que, ni siquiera reconoce como tales según su importancia e implantación social. Así es posible llevar al rango de lengua cualquier forma de expresión dialectal que se antoje a cada región según su “estatuto de autonomía”, que a su vez debe ser aprobado por las Cortes Españolas previamente.
¿Por qué los constituyentes adoptaron el castellano como lengua oficial en lugar de decir el “español” como parece lógico en todo el ámbito europeo, donde el nombre de la lengua se corresponde con el del país o nación similar?
Las posibles respuestas no pueden ser más que puras conjeturas pues, sabido el proceso de redacción del texto constitucional, no quedan más que interrogantes. El motivo podía ser que el castellano es la lengua de mayor implantación social en todo el Estado Español desde hace siglos y, por ello, no requiere esfuerzo alguno continuar con su uso.
Pero eso también serviría para destapar supuestos agravios comparativos con lenguas de uso comarcal o regional, donde la sombra separatista empezaba a asomar ante la vulnerabilidad de la representación política partidaria, donde el sistema electoral primaba inconstitucional y artificiosamente a unos votos sobre otros según el sistema d’Hont que sigue en vigor. Y las consecuencias las vamos notando con la pérdida gradual pero permanente de la lengua oficial del Estado, sin que quienes deberían evitarlo desde las instituciones, muevan un sólo dedo en tal sentido.
El español o castellano se ve constreñido a teorías que lo relacionan con puras ideologías conservadoras o progresistas, cuando no es ni más ni menos que la forma de comunicación colectiva más eficaz en todos los sentidos, pues atañe a todos los españoles así reconocidos en su ciudadanía, relaciones sociales e institucionales, formas de entretenimiento, etc. etc. Cuando se rompe esa cadena de comunicación, estamos ante nuevas y regresivas “torres de Babel” que romperán y enfrentarán a su vez a los españoles. ¿Es eso lo que se pretende? Todo parece apuntar en ese sentido.
Los valores superiores de nuestro ordenamiento jurídico consagran la igualdad como uno de los más elementales, sobre todo en el artº 14:
“Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”.
Artº 14 de la C.E.
Pues bien, tal principio es conculcado una y otra vez con la imposición de lenguas regionales oficiales, sobre la lengua oficial del Estado, desde las propias instituciones públicas del Estado, sin que parezca importar a ninguna de ellas. No sólo hay discriminación política, administrativa o gubernativa según circunscripción territorial, sino que además esto se traduce en el tratamiento de las competencias respectivas y en el ámbito de retribuciones o fiscalidad. Hace ya bastantes años, al inicio del funcionamiento autonómico, las ofertas salariales doblaban la cifra para el mismo puesto de trabajo en algunas de esas comunidades sin que los órganos correspondientes se pronunciasen. Es más, hay sueldos públicos procedentes del Estado Español que van a parar a quienes no se consideran “españoles” e incluso pretenden la independencia. Lo honesto sería renunciar a sueldos y privilegios del estado al que no se reconoce como propio.
Ni los partidos políticos gobernantes durante el amplio período de años desde la Transición a nuestros días, ni las instituciones públicas encargadas de velar por el cumplimiento escrupuloso de la Constitución, parecen sentirse concernidos por algo tan esencial como es el sistema más práctico y efectivo de comunicación social en España, al igual que el francés es en Francia, el italiano en Italia, el alemán en Alemania, etc. etc. sin perjuicio de que:
«La riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España, es un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección”
Artº 3.3. de la C.E.
Una cosa es la protección, conservación, mantenimiento y difusión de valores culturales y otra el otorgamiento de unos privilegios de comunicación.
Lo más grave de todo ello es que, en esa carrera suicida de comunicación social, los medios de comunicación oficial en las respectivas comunidades autónomas contribuyen a alimentar el conflicto imponiendo también las “demás lenguas” sobre la lengua oficial del Estado que mantiene sus estructuras, nóminas, cargos y privilegios. Es un bucle infernal con una orientación de fractura social que atenta a la unidad de España. Esa que queda bajo el amparo de la Jefatura del Estado y es “símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones y asume la más alta representación del Estado Español…” (artº 56.1 de la C.E.).
Todos los partidos (salvo los que no la reconocen) se dicen “constitucionales”. El PP y su presidente actual, sobre todo, presumen de eso: de ser “partidos constitucionalistas”. Pues bien, desde la actual situación política donde las elecciones en Galicia los coloca como mayoría absoluta, tienen la posibilidad de demostrarlo con hechos, colocando las cosas donde corresponde según la Constitución Española y la institución expresa del “castellano” como “lengua española oficial del Estado”. Sobre todo, en el mundo institucional. Veremos si es así o se intentará retorcer de nuevo el texto constitucional.