La hoja de ruta gubernamental

Juan Laguna
Por
— P U B L I C I D A D —

Dentro del surrealismo onírico en que se ha convertido la política actual, asistimos a declaraciones vacuas en su realidad, pero ciertas en sus propósitos como el anuncio del presidente del gobierno español y líder del PSOE, de “seguir la hoja de ruta gubernamental, aunque eso suponga prescindir del Parlamento”. Tal declaración tiene su sentido cuando la UE ha solicitado a los estados-miembros “hojas de ruta” sobre diferentes cuestiones.

“La Decisión (ojo a las mayúsculas) determina que cada Estado-miembro debe presentar a la Comisión, una Hoja de Ruta que indique las medidas políticas y acciones que pretenda aplicar”. Entre ellas: Plan Estratégico de Subvenciones 2022/2024, Plan Integrado de Energía y Clima 2021/2030, Plan Nacional de Adaptación al Cambio Climático 2021/2030…” (parece oportuno subrayar que ya no hay que “luchar contra el cambio climático, sino adaptarse a él).

Decíamos que tiene su sentido, cuando se olvida que las “hojas de ruta” de los estados, se marcan desde la representación política de la “soberanía nacional” reconocida en las Cortes Generales y en sus constituciones (cuando existe tal representación real) o, en su caso, en la Jefatura del Estado según el artº 56.1 de nuestra constitución actual: “asume la más alta representación del Estado Español en las relaciones internacionales…”. El hecho de que se confunda interesadamente gobierno (un sólo poder) con Estado (todos los poderes), es uno de tantos despropósitos jurídicos en que nos movemos.

Ahora bien, los llamados “estados-miembros” de la UE están atravesando en algunos casos una convulsión política donde se retorna al absolutismo: “El Estado soy yo” de Luis XVI, que se llevó por delante la Revolución Francesa, y la muerte de Montesquieu en 1985 a la llegada del PSOE al poder, venía a confirmar quienes mandan en realidad en los “estados” europeos, sobre todo desde principios del siglo XX. Sobre todo, desde la 2ª G.M.: el imperio USA, tema ya suficientemente conocido y que dejan a las naciones/estado europeas a expensas de los intereses del mismo a través de la UE.

Es un absolutismo personal, como han sido personales todas las decisiones que han venido surgiendo de las cúpulas partidarias. Sólo que ha cambiado el personaje y sus atuendos románticos, por otros más prácticos, pero mucho más costosos para el contribuyente y para el Estado. Es un absolutismo travestido formalmente con esa palabra mágica que todos conocemos y usamos, pero cuya esencia pocos conocen: democracia. También en el mundo soviético cuyos estados llevaban en muchos casos tal calificativo.

Siguiendo esa línea nos encontramos con estructuras de poder real en unas llamadas “democracias”, cuyo único “plan de ruta” consiste en ir a votar lo que se les ofrece en el menú (aunque luego no se cumpla lo ofrecido), que ha desincentivado (tal como estaba previsto) cualquier intento de participación real de la soberanía nacional, en los asuntos públicos que le atañen (artº 23 C.E.).

Desde el pragmatismo materialista que nos invade, resulta absurdo el juego actual donde la representación política de la soberanía se ha cedido a unos grupos políticos determinados las iniciativas formales de gobierno, que han motivado un bipartidismo recurrente en España, entendiendo con ello justificar el “pluralismo político” (artº 1.1. C.E.), cuando el mismo artículo constitucional señala como base del estado de Derecho la ideología socialdemócrata, lo que elimina “de facto” cualquier otra alternativa. En España, desde la llamada Transición política o cambio de régimen, la previsión de alternancia era una UCD a la que debía eliminarse (su presidente no aceptaba la integración en la OTAN) y un PSOE creado de la nada en Suresnes (Francia) en 1974 con un líder más dócil (OTAN, SI), mecido en la cuna financiera de los EE.UU a través de la CIA y fiel a ellos. No obstante, había que vestir al muñeco.

A efectos prácticos, el artº 82, 1.2 y 3 de la C.E. contemplan: “1.- Las Cortes Generales podrán delegar en el gobierno, la potestad de dictar normas con rango de ley… La delegación legislativa deberá otorgarse mediante una ley de bases… La delegación legislativa habrá de otorgarse al gobierno…”. Asimismo, el artº 87.1 dice: “La iniciativa legislativa corresponde al gobierno…(en primer lugar), al Congreso y al Senado…”. Si es así, tal como parece en la práctica, se puede entender que el presidente del gobierno quiera liberarse de un control que es inexistente en su realidad (salvo algún caso aislado), que es un incordio institucional, que controla perfectamente a su voluntad y que, además, sería un ahorro para la Hacienda Pública.

Si esto se extiende al conjunto de CC.AA. y se prescinde de asambleas territoriales, el ahorro de recursos públicos podía alcanzar cotas importantes, ya que el Senado que es donde se debían dirimir tales cuestiones territoriales, tampoco parece funcionar más allá de lo meramente protocolario y se evitaría trasladar cuestiones locales a una cámara como el Congreso, tan ocupada en otras de más envergadura como la hoja de ruta comentada, las agendas impuestas por la UE, los tratados internacionales, los conflictos bélicos, la energía y la “descarbonización” o la “lucha contra el cambio climático” a la que ya nos hemos referido. Al final, el gobierno de turno asumiría todas las funciones del Estado porque el Estado como tal, ya no existe. Existen otros poderes que buscan su propia hegemonía a través de organismos interpuestos hábilmente.

El jurista italiano Luigi Ferrajoli, en su libro “Poderes salvajes” (curiosamente desaparecido del catálogo de su amplia producción editorial) ya advertía de quienes eran los verdaderos poderes: aquellos que no se someten a normas, sino que las promueven en su beneficio. Spengler, a principios del siglo pasado lo hacía del “cesarismo” inconstitucional y antidemocrático del poder ejecutivo al final de siglo. Lo clavó.

El mundo corporativo ya entendió que, para tener más poder, debía eliminar a la competencia. Y lo hizo. Otra forma de absolutismo económico reducido por la fuerza del dinero obligó a la desaparición de millones de actividades, para arrogarse el poder de imponer lo que quisieran. Las empresas ya no dependen de sus accionistas, sino de lo que hagan y deshagan las personas de sus cúpulas, unificando la concepción de negocio ante una clientela dócil sujeta a la propaganda y a las imposiciones legales que consiguen establecer en los organismos transnacionales.

Reducir estructuras inútiles para los ciudadanos, pero muy útiles para esos “poderes salvajes”, alcanza también a las surgidas con buenas intenciones en sus inicios y que han pervertido su función, poniéndose al servicio de personajes que se consideran a sí mismos por encima de los demás, gracias a su enorme capacidad financiera, actuando en política como en sus negocios. Mandando.

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