En la literatura cervantina (Novelas Ejemplares), el llamado “Patio de Monipodio” se refiere a un espacio de reunión de maleantes de todo pelaje, que debían pagar un “impuesto” para ejercer su oficio bajo la protección de Monipodio que ejerce de mafioso de la época. Al fin y al cabo una “organización” picaresca que ha perseverado a lo largo del tiempo en diferentes lugares.
Como contrapunto a todo ello estaría el Estado. Una construcción jurídico-administrativa ajustado a reglas de convivencia de las sociedades, para evitar actuaciones irregulares, delictivas o criminales. Para ello se lo dotaba de poder legislativo y de tribunales de justicia, así como de una organización de servicios públicos o gobierno. Los estados de Derecho se configuran de esta forma al servicio de los ciudadanos que los constituyen. No al revés.
Pues bien, henos aquí de nuevo observando el juego político que nuestro estado de Derecho actual permite interpretar a conveniencia de unos u otros, ante la perplejidad de lo que conocemos como “soberanía nacional de la que emanan los poderes del Estado” (artº 1.2 C.E.). Unos “poderes” que corresponden al pueblo y que éste deja en manos del Estado que representa a España a través de la Constitución de 1978, bajo unos principios inalienables: “la unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles” (artº 2 C.E.), así como valores de “libertad, justicia, igualdad y pluralismo político” (artº 1.1. C.E.) sin ninguna excepción.
No nos cansaremos de repetir que los gobiernos o Administraciones Públicas son solamente uno de los “poderes” clásicos en que se asienta el Estado: legislativo, ejecutivo y judicial, cada uno con unas funciones definidas que se complementan pero que, a su vez, se controlan entre sí. Si el legislativo donde reside la representación política de los ciudadanos no legisla o regula, el ejecutivo carece de base jurídica de actuación y el judicial no tiene razón de existir.
Para el funcionamiento regular de estas instituciones, el Estado se dota de una figura: la jefatura del mismo, encomendada al rey y la convierte “en símbolo de su unidad y permanencia” con poderes para arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las instituciones”. (artº 56.1 C.E.) dotándolo a estos efectos de las atribuciones recogidas en el artº 62 de la C.E. (que son muchas) en la que destacamos a los efectos de actualidad: “d) Proponer el candidato a presidente del gobierno y en su caso nombrarlo, así como poner fin a sus funciones….” lo que se complementa con: “b) Convocar y disolver las Cortes generales y convocar elecciones….”.
Es indudable que las instituciones públicas no funcionan regularmente o, lo que es lo mismo, se ha conseguido retorcer el texto constitucional para poner al Estado (la soberanía nacional) al servicio de los “poderes” en lugar de ser al contrario. Ha existido una apropiación del Estado ya no por tales poderes, sino por los partidos políticos correspondientes a cada gobierno sin que haya saltado las alarmas de control. Esto ha ido propiciando el “poder cesarista de los ejecutivos, inconstitucional y antidemocrático” que Spengler ya anunciaba en su obra “La decadencia de Occidente” para este milenio. Los partidos al amparo del artº 6 de la C.E. se han erigido como únicos representantes del pluralismo político, no ya recogiendo las aspiraciones sociales que ignoran, sino imponiendo las que les resultan más interesantes a su única aspiración: el poder de mandar, de nombrar candidatos y cargos, de establecer compensaciones económicas y subvenciones, de tener privilegios, de poner en marcha leyes (incluso con vulneración de derechos fundamentales), de comprar voluntades y votos a costa de los presupuestos, de “okupar” por unos medios u otros a las instituciones, empresas, corporaciones, sociedades y hasta organizaciones civiles, consiguiendo así un poder absoluto o totalitariosin más luz que las convocatorias electorales ajustadas a cuando resulten más rentables.
El resultado de todo ello lo venimos comprobando desde hace años y lo demuestran las últimas elecciones donde sigue aplicándose el sistema D’Hont inconstitucional que vulnera el artº 14 de la C.E. con discriminación del valor del voto según circunscripción (lo que debería haberse resuelto hace ya muchos años) al igual que las listas cerradas, los “mandatos imperativos” sobre los parlamentarios o los desequilibrios institucionales.
“Las Cortes Generales representan al pueblo español y están formadas por el Congreso de los Diputados y el Senado. Ejercen la potestad legislativa del estado…” (artº 66.1 y 2 C.E.). Es decir representan a quienes son y se sienten parte de la nación española. Por el contrario: quienes se sientan ajenos a la misma y a sus intereses estarían excluidos de responsabilidades públicas. Así de sencillo. Para eso están los juramentos (por muy variopintos que sean) de la Constitución y las leyes.
¿A qué viene pues que quienes nieguen a España como nación o al Estado Español como órgano político y administrativo de los españoles, pretendan influir en y desde los cargos públicos del mismo? ¿Porqué obligarles a pasar el mal trago de jurar lo que denuestan, de trabajar para los españoles y de recibir las remuneraciones, privilegios y servicios del Estado Español? Son libres de considerarse lo que deseen (siempre que no sea a cargo de todos los demás) y ser respetados por la coherencia de sus ideas, creencias y aspiraciones.
Mientras tanto, parece que la posible investidura de un presidente de gobierno se complica (aparentemente) y que las “consultas” tienen más de protocolo que de realidad operativa. Los muchos errores de los partidos -como en el caso del PP (en boca de su presidente), creyendo ingenuamente en una mayoría imposible (sin Vox)o defendiendo el “progresismo” del PSOE- o las maniobras en la oscuridad de “acuerdos” extraparlamentarios basados en simple dinero, en amnistías a la carta o en la “okupación” de poderes, pervierten y corrompen la democracia tal como la habíamos supuesto. Tal como debería ser.
FOTO: Óleo «Rinconete y Cortadillo» (1881) de Arturo Montero y Calvo, donde se presenta a estos a Monipodio. | Museo Nacional del Prado