Quizás sea este tema el que mayor revuelo está provocando en la sociedad española y al que se esté dedicando el mayor número de análisis jurídicos por parte de los especialistas —tanto institucionales como privados— dedicados en su mayor parte a cuestiones puramente procedimentales y olvidando la “chicha” verdadera del asunto: ningún cargo público puede prevalerse de su situación para conseguir beneficios particulares o personales (menos aún si eso supone una situación de poder institucional).
Ante una convocatoria electoral los partidos políticos se consideran “iguales ante la ley” según el artº 14 de la C.E. Todos parten (o deben partir) en igualdad de condiciones y tratamiento institucional mediático, ya que son colectivos de carácter particular que defienden “sus” intereses frente a los intereses de los demás. El hecho de que uno de ellos se encuentre institucionalmente “en funciones”, sólo le permite mantener la gestión pública de carácter ordinario, sin que en ella puedan “colarse” actos públicos o normativos de los que emane cualquier tipo de beneficio particular.
Pues bien, de una u otra forma parece que el beneficio particular que pueda suponer para un partido la llegada al gobierno depende de que se prometan y asuman compromisos institucionales posteriores que, en ningún caso, deberían beneficiar a quienes lo hicieren o que —peor aún— se realicen tales compromisos en el tiempo en que se permanece “en funciones”, comprometiendo al que resultare finalmente ganador, al igual que ocurre con los presupuestos públicos.
Estas cuestiones básicas de ética política y pública parecen haberse ido por el desagüe de los hechos consumados, ante la pasividad de quienes son órganos supervisores o ante la ocupación política previa de los mismos. Montesquieu y la separación de poderes fueron enterrados en el año 1985 por quienes en ese momento pudieron hacerlo. Desde entonces hasta ahora la deriva política y jurídica del llamado estado de Derecho parece imparable:
«Se sigue invocando el estado de Derecho, expresión que es un oxímoron y una tautología, tanto en el sentido de l’Etat de Droit napoleónico, como en el del Rechtsstaat alemán, una simple ensambladura de palabras pues todo estado es estado de Derecho. Ambas formas terminaron en 1914 cuando el Derecho empezó a hacerse bestial»
“¿Existe todavía el estado de Derecho?”, Dalmacio Negro.
Esa es la verdad. Cualquier estado que se configure como tal, lo hará sobre leyes y normas a cumplir, con independencia de su base moral o legítima. Lo han hecho a lo largo y ancho del planeta todos los vencedores en conflictos de uno u otro signo o, más recientemente los llamados “influencers” o “lobbies” a través de los muchos medios (generalmente dinero) a su disposición. El Derecho no es ya una herramienta al servicio del bien o interés general, sino de intereses particulares por muy aberrantes que sean.
En esta situación política y social donde el “despotismo democrático” del que advirtió Tocqueville en su “Democracia en América”, consistente en una mera cuestión de cantidad más que de calidad, aparece en España esa legislación “a la carta” que permita llegar al gobierno de la nación a un determinado partido y a su representante político.
La palabra “amnistía” tiene sentido en su significado de “amnesia” u olvido de cualquier situación conflictiva, revolucionaria, de carácter puntual y que se reconoce por sus responsables como “algo del pasado” que no se puede ni debe repetir. Es entonces cuando el perdón del olvido puede aplicarse por quienes sufrieron las consecuencias de la misma. Esa sería la parte moral.
En su vertiente jurídica sería una situación contemplada en el ordenamiento del Estado, donde la Constitución de 1978 con todos sus muchos defectos, se yergue como “carta magna” que inspira (o debe inspirar) todo el ordenamiento de inferior rango. Pero tal situación no está contemplada en el texto constitucional y, desde luego, no ha inspirado —como es lógico— ninguna norma al respecto. De ahí la necesidad de hacerlo en circunstancias peculiares: cuando lo exigen los intereses particulares de una coalición de partidos que suma una mayoría raspada y condicionada a la aplicación final de la anunciada amnistía para quienes no sólo no quieren “olvidar” (arrepentidos de sus actos), sino que se mantienen e incluso aumentan sus exigencias en base al chantaje electoral y a la provisionalidad del actual gobierno en funciones.
Como es lógico se remueven las instituciones jurídicas y académicas en uno u otro sentido en función de la contaminación ideológica de sus ocupantes, donde se repite la polarización política partidaria (artificial en muchos sentidos pues el pensamiento y dogmas únicos se imponen al “pluralismo” y a la diversidad intelectual).
En este partido y en las actuales situaciones se echa de menos un árbitro. Unos lo buscan más allá de las fronteras en instituciones de todo tipo, otros lo esperan del artº 56 de la Constitución Española. Pero lo que está claro es que es imprescindible para tomar una decisión que nos afecta como nación de cuya “soberanía dependen y emanan los poderes del Estado” (artº 1º.2 de la C.E.).
Mientras eso llega, sería bueno recordar que la ocupación o colonización institucional por un solo poder “cesarista” antidemocrático (Spengler), al servicio de intereses particulares (incluso contradictorios a los intereses del Estado), nos mantendrá en el lodazal de la inseguridad jurídica y de la incertidumbre social en que acabaremos ahogados. Ahí está la contaminación más preocupante.