La nueva esclavitud

Juan Laguna
Por
— P U B L I C I D A D —

Una mañana cualquiera, en el centro del Sáhara, nuestro pequeño grupo de viajeros llegaba hasta unas “jaimas” resguardadas de los vientos en un rincón pedregoso de la “hamada” donde fuimos objeto de una acogida cordial por sus habitantes. Entre ellos, el que parecía ser el más anciano que, de inmediato, nos invitó a pasar a resguardo del sol en la “jaima” central.

Por todas partes pululaban mujeres ajetreadas en tareas domésticas varias y niños, muchos niños que corrían y se perseguían entre las tiendas, otros que jugaban con estrafalarios juguetes fabricados por ellos mismos con todo tipo de materiales, otros que sentados en el suelo parecían aprender con la lectura de tablillas colocadas sobre sus rodillas…

También había varones de diferentes edades y orígenes que mostraban pieles oscuras (como muchas mujeres) que, sentados en charlas o juegos, pasaban el tiempo tranquilos, tras haberse ocupado de sus obligaciones esenciales como recoger leña, reparar desperfectos en sus viviendas o rezar en dirección a la Meca, según mandaba su religión.

Todos nos miraron con expectación, aunque en aquel campamento empezaban a acostumbrarse al paso de miles de vehículos que rodaban casi en todas direcciones, conduciendo a personas (sobre todo turistas o viajeros solitarios atraídos por la magia y la grandeza del mayor desierto del mundo, formado por otros desiertos a su vez, cada uno con sus propias características) y mercancías en vehículos a motor, que habían sustituido en gran parte a aquellas caravanas míticas de la sal y los esclavos.

En un momento de paz de aquel oasis, mientras éramos servidos con viandas, dulces y té por dos o tres personas que iban y venían por el suelo cubierto de alfombras, uno de los integrantes de nuestro grupo se permitió la descortesía de preguntar a nuestro anfitrión si esas personas aún eran esclavos. Hubo un silencio profundo por parte del viejo patriarca antes de responder: “Todas estas personas que conviven en nuestro modesto campamento son parte de mi familia y, por ello, cada cual es responsable de hacer sus tareas y compartir a cambio todas nuestras propiedades. Son libres de aceptar o no al igual que son libres de marcharse, pero aquí han formado sus propias familias y es aquí y de esta forma donde prefieren vivir, donde tienen todo lo que quieren.”

La respuesta no pareció convencer al otro que, en un alarde de “progresismo” impostado, echó en cara al anciano que “aún, en estos tiempos modernos, se pudiera aceptar la esclavitud”. Los demás, intentamos evitar la tensión que estaba provocando con su actitud nuestro compañero de viaje, pero nuestro anfitrión, demostrando su extrema hospitalidad, sonrió y preguntó a su vez al insolente a qué se dedicaba. Este respondió que trabajaba en una gran empresa multinacional y moderna que le pagaba un buen sueldo. “¿Lo ves? Tú también eres un esclavo que trabaja no por solidaridad con tu gente, sino porque te pagan… es la forma más abyecta de esclavitud: la obediencia por dinero haciendo algo que, probablemente, no te guste”,

Con estas palabras se levantó y dio por terminada la recepción: “Sois libres de quedaros en mi humilde campamento para pasar la noche, en las jaimas que los ‘esclavos’ os habrán preparado gustosamente”.

Cuando agradeciendo de nuevo su hospitalidad nos retiramos a descansar, todos teníamos en la mente el incidente causado por la falsa “progresía” e ignorancia del compañero, que había recibido una lección importante: él y todos nosotros éramos menos libres en nuestra vida habitual que los supuestos esclavos de aquella familia.

Antes de dormir, recordé que la esclavitud había sido parte de los primeros imperios y reinos allá en la protohistoria, como forma y demostración de sumisión de unos pueblos a otros, de los más débiles a los poderosos, de los necesitados a quienes tienen en sus manos bienes, haciendas y vidas de la mayor parte de la población. Todo ello con las buenas y loables intenciones de mejorar sus vidas (de acuerdo con los cánones del momento), con una mano de obra abundante y -por ello- barata, acostumbrada a obedecer sin rechistar.

Fuese la ideología que fuese la de la metrópoli, la colonización más suave y la esclavitud más cruel, eran las caras de la misma moneda que, a través de los tiempos, iban a encontrar siempre servidores para los amos en todos los ámbitos. Los barcos cruzarían mares para llevar a golpe de látigo y secuestrados a los que se ocuparían de las tareas más difíciles y costosas en casas y haciendas de los países ricos, pero ya antes, cuando las tribus de la Prehistoria luchaban por sobrevivir, siempre los más poderosos acabarían por someter a esclavitud (aún ocurre en el mundo animal) a los inferiores.

Más tarde serían las guerras y su necesidad de prisioneros esclavos las que provocarían el desplazamiento y el desarraigo de poblaciones enteras, pero también el negocio. El tráfico de esclavos tratados como mercancías, fue una constante comercial que hizo ricos a los que transportaban mercancía humana de un lugar a otro que la requiriese. Para ello era preciso desarraigarlos, robándoles sus recursos y bienes o impidiendo su explotación por sus propietarios legítimos.

Los países “no desarrollados” han permanecido siempre bajo la sombra de los poderes de mundo, bajo el látigo de sus imposiciones, evitando su desarrollo propio, en sus condiciones y tradiciones propias, en sus propias lenguas o dialectos. Para ello y en buena técnica de control y monitorización de las gentes, se han creado siempre instituciones y organizaciones que forman las redes que mantienen las cosas al servicio de intereses que importan un pito a quienes se pretende salvar, manteniendo su dependencia imperial en todos los aspectos. Europa ha sido y es un claro ejemplo de la estrategia política de quienes no son políticos, sino sus amos.

Occidente es a pesar de las muchas proclamas institucionales, el paradigma de otro tipo de esclavitud: la del pensamiento único a conveniencia de personajes cuyo dinero les permite imponer lo que sea ya que, desde espacios académicos, institucionales o supranacionales, las directivas, órdenes, leyes, reglamentos e instrucciones se propagan mediática e institucionalmente en sociedades preparadas previamente para no pensar, opinar y menos hacer. La pretendida comodidad y la resignación de los nuevos esclavos del mundo occidental (sobre todo), también está llena de buenas intenciones: el supuesto “progreso” sujeto a cánones impuestos, aplaudido en todos los “partys” de la exquisita izquierda americana demócrata (Tom Wolf), con los bolsillos repletos para tutelar a esos nuevos esclavos que sirven las copas y salvarlos de su ignorancia, siempre y cuando no pretendan ser ellos mismos ni tener acceso a los recursos que les pertenecen. Sólo obedecer para ser más felices.

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