No busquen ustedes al obispo de Solsona; se ha eclipsado entre la niebla del Pirineo, en la oscuridad del anonimato.
¡Normal! El estreno de un amor, y más en las condiciones que ha ocurrido, no casa bien con ese escándalo publicitario que se ha armado. Es un crimen enredar en un bando de pregonero a un novio que se estrena; por favor, déjenle en paz, sigan dándole vueltas a Cristiano Ronaldo, al Rey emérito, a la Díaz Ayuso, que a lo mejor a ellos les gusta salir en los periódicos…
En realidad, hay que reconocer que el desaparecido obispo de Solsona se lio él solo con una doctrina tan peregrina como la que predicó sobre los gays, sobre los preceptos de la paternidad y el número de hijos, sobre no pocos problemas de la ética y la teología religiosa. A lo que se añade, para más inri, el papel que desde la Edad Media se reconoce a la Jerarquía de la Iglesia, casi casi al nivel del de los príncipes, y primeros ministros de la sociedad civil.
El ayer obispo de Solsona estará mucho más a gusto como conciudadano corriente y moliente, y ha recuperado el puesto que en la sociedad del siglo XXI le corresponde a una persona que vive al servicio de una entidad privada como es la religión católica. Y como debería ser cualquier otro funcionario de cualquier otra religión.
Hoy por hoy, toca a los ciudadanos de a pie y a los medios informativos felicitar discreta y elegantemente al ciudadano anónimo del que hablamos por su enlace matrimonial, por la lluvia de arroz que le esperaba al salir del ayuntamiento donde se casó, y hacer lo mismo con su afortunada esposa.
O sea que, ciudadano anónimo, nuestros mejores deseos por su matrimonio, y buena suerte con la nueva vida que le espera.