Me he referido ya en varias ocasiones a esta expresión de la obra del profesor florentino Luigi Ferrajoli, cuando habla de la crisis de la democracia constitucional. El autor, que imparte Filosofía y Teoría del Derecho en Roma, es además autor de la magna obra “Principia iuris. Teoría del Derecho y de la Democracia” (2011) en tres volúmenes, además de un importante conjunto de textos jurídicos.
¿Qué entendemos por dicha expresión? El aprovechamiento de la debilidad de las democracias occidentales, para la implantación de sistemas de poder político y económico, ajenos a cualquier tipo de norma o regulación porque, en definitiva, son ellos los que de una forma u otra las establecen. Ferrajoli los considera “poderes salvajes”, no sujetos más que a sus propias leyes, debido entre otras cosas: “a la aquiescencia pasiva de una parte relevante de la sociedad a una serie de violaciones de la letra y el espíritu constitucional. Ello daría como consecuencia: “la transformación del sistema político en una forma de democracia plebiscitaria, fundada en la explícita pretensión de la omnipotencia de la mayoría… En esta cuestión es el consenso popular la única fuente de legitimación del poder político y, por ello, serviría para legitimar todo abuso y para deslegitimar críticas y controles.”.
Ya Aristóteles —en su obra “Política”—atribuía al poder, cuando no está sujeto a norma o ley un claro componente de animalidad, pensando en que la exención de límites era la forma más clara de tiranía. Pues bien, en el ámbito de la legalidad y aun existiendo la teórica previsión de controles políticos y legales, el poder político puede soslayarlos con algo tan simple como el control total de las instituciones públicas y la instrumentalización mediática de la opinión social: la propaganda política por medio de los canales audiovisuales adecuados.
Montesquieu por su parte decía: “…es un dato de experiencia eterna que los poderes, libres de límites y controles, tienden a concentrarse y acumularse en formas absolutas, a convertirse a falta de reglas, en poderes salvajes…”.
El concepto de democracia queda reducido básicamente a la existencia de unas elecciones periódicas tuteladas por los propios partidos, como sistema muy discutible de representación política de las soberanías nacionales, en cuyos resultados intervienen factores ajenos a la propia voluntad de los electores. “Una democracia puede quebrar aún sin golpes de estado en sentido propio, si sus principios son de hecho violados o contestados sin que susciten rebelión o, al menos, disenso.” dice Ferrajoli, añadiendo: “Hoy no es posible confiar en los titulares de los poderes de gobierno, al ser ellos mismos los promotores de la deformación constitucional… el fascismo y el nazismo se apoderaron del poder por vías legales y luego se lo entregaron democrática y trágicamente a un jefe que suprimió la democracia”.
Todo ello referido en su momento al contexto italiano en la época de Berlusconi, podría extrapolarse al contexto español en la época del actual gobierno que, de hecho, ha iniciado un período deconstituyente, con actos que modifican y alteran gravemente la letra y el espíritu constitucionales, ante la pasividad no sólo de buena parte de la soberanía nacional (de la que emanan los poderes del Estado), sino de buena parte de las instituciones y sus servidores públicos que debían ser quienes lo evitaran. El retorcimiento jurídico que se busca para justificar desmanes no sería posible sin esa actitud pasiva o pusilánime institucional que empieza por los propios partidos de teórica oposición al gobierno: PP y Cs que se convierten así en cómplices de la destrucción del Estado, quien sabe si por intereses particulares, quién sabe si por estar obedeciendo a “poderes salvajes” contrarios a los intereses nacionales.
Los “poderes salvajes” no se encuentran únicamente en el mundo de la política que podríamos llamar profesional. En muchos casos trascienden geografías y fronteras, manejan gobiernos y parlamentos, compran jueces y fiscales, dopan a las sociedades de propaganda interesada y manipulaciones mediáticas, rompen convivencias pacíficas para crear conflictos bélicos, interfieren en las economías y en las finanzas y son capaces de cualquier cosa con tal de saciar sus instintos depredadores. Sus redes de influencia son vastas y están engrasadas convenientemente tanto en las instituciones, como en las corporaciones; tanto en el mundo científico e intelectual, como en el mundo mediático. Pueden quitar y poner gobiernos a su gusto para convertirlos en marionetas que juegan con la vida y el futuro de los ciudadanos. El dinero todo lo puede, más todavía en unas sociedades pervertidas donde los principios y valores genuinamente humanos, se fueron por el desagüe. Las culturas ya han sido doblegadas y reorientadas para que el pasado, las raíces de la Historia, se olviden o se tergiversen.
Son esos “poderes salvajes” los que se han cruzado una y otra vez con sus ínsulas mesiánicas en la vida de los pueblos para destruirlos o corromperlos. Son esos “poderes salvajes” los que tienen su propio plan, agenda o diseño, para mover los peones del tablero de juego, en cada país, en cada lugar que les interese, de acuerdo con sus propias normas. Nos hacen consumir, nos crean necesidades ficticias, han hecho del mundo el gran laboratorio de ingeniería social donde, a menos que lo rechacemos, seremos simples cobayas humanos a su servicio.