Llevo casi medio siglo pasando los picos más cálidos del verano en el sur de España, lo que en el aspecto positivo es un disfrute. En el negativo, de manera bastante perceptible se están apreciando los efectos del innegable cambio climático, o por mejor decir la catástrofe climática que se cierne sobre gran parte de España en particular, y sobre la cuenca mediterránea en general.
Este 2021 está siendo especialmente salvaje con la parte oriental del Mare Nostrum, donde los incendios asolan como nunca a Turquía, Grecia, Albania, Montenegro, Macedonia y Croacia, hacen estragos en Bulgaria y Rumania y se extienden de manera incontrolable por Italia, especialmente por sus dos grandes islas, Sicilia y Cerdeña. Estamos ante un verdadero apocalipsis, calificación esgrimida por el griego Sotiris Donikas, jefe de la Guardia Costera de Eubea, impotente ante la contemplación de la mejor imagen de lo que sería el infierno en la tierra.
Los grandes incendios forestales constituyen una pequeña pero significativa y visible parte de la enorme y desgraciada transformación de los países ribereños del Mar Mediterráneo. Año tras año las cifras son terribles: 19 de los años más cálidos de la historia se han producido en este siglo XXI, del que apenas hemos recorrido la quinta parte. Esa curva brutal anuncia que cientos de las preciosas playas de España y de los demás países de la cuenca desaparecerán a no tardar mucho. Y con ellas, cientos de miles de casas y edificaciones, o incluso ciudades que aún se miran en el espejo de sus bahías: Valencia, Cádiz o Huelva sin ir más lejos. Así lo aseguran los expertos del Panel Intergubernamental del Cambio Climático (IPCC), que aseguran que el 75% del territorio español está en grave riesgo de desertización.
En Málaga, por ejemplo, la temperatura media es 3ºC más que en la década de 1960, años en los que la máxima temperatura registrada entonces fue de 42,8ºC mientras que este mismo año ya se han alcanzado los 46ºC. Parecidos records se están registrando en otras ciudades costeras mediterráneas como Palermo, Atenas, Alejandría, Trípoli o Niza.
Para mayor precisión, la web Climatecentral.org exhibe un mapa en el que se detalla qué partes del mundo quedarán sumergidas por las aguas en los próximos decenios, y las que orillan el Mediterráneo no son las que salen mejor paradas. Es la página web que explica que la mayor parte de la costa española, especialmente las ciudades asentadas sobre bahías quedarán devastadas para el año 2100. Es la consecuencia de que entre 1900 y 1990 el nivel del mar haya experimentado una elevación de 1,3 mm cada año, pero que desde el año 2000 el incremento se haya situado en 3,6 mm anuales. A este ritmo, al final del presente siglo el nivel global del mar se habrá elevado entre 29 y 59 cm según las zonas. El evidente y acelerado deshielo de los polos contribuye enormemente a esa aceleración. El ejemplo más contundente es el de la mayor isla del mundo, la de Groenlandia, cuyas temperaturas de este verano, que han alcanzado hasta los 27ºC, han provocado que haya vertido al mar cantidades de agua tan ingentes que hubieran podido anegar toda la península ibérica.
Fenómenos cada vez más extremos y destructivos
Las alteraciones climáticas llegan a extremos tan brutales como el de la ola de calor que asuela al oeste de Canadá y de Estados Unidos hasta las violentas inundaciones de Centroeuropa, en algunas de cuyas ciudades alemanas han dejado paisajes más devastados aún que los de la II Guerra Mundial.
Pero, en lo que respecta al Mediterráneo, las olas de calor –hasta principios del siglo XXI dos por año, y desde 2010 hasta seis anuales- provocan una devastación sin precedentes. La desertización significa mucho más que el mero e incontenible avance de los desiertos: es el deterioro de los suelos, cada vez menos capaces de sostener con vida a las plantas; es la aridez del clima y el cada vez menor aporte de agua de los ríos que pueda paliar las crecientes carencias, y es también el mejor caldo de cultivo para la extensión de especies invasoras causantes o transmisoras de enfermedades. Los expertos del MedECC (Mediterranean Experts on Climate and Enviromental Change) estiman que por cada grado de calentamiento decrece un 4% el aporte pluviométrico. Ello hace más dramáticas aún las sequías y el riesgo de fuegos capaces de arrasar los bosques de manera incontenible.
Erosión e inundaciones son y serán, pues, fenómenos cada vez más frecuentes en el área mediterránea, con sequías más intensas y prolongadas, y lluvias torrenciales en pocos lapsos de tiempo, capaces de destruir no solo embalses y plantas de depuración sino también los sistemas de distribución del agua. Este mismo año la cuenca del Guadalquivir almacena la menor cantidad de agua de los últimos veinticinco años, un aviso de que las restricciones pueden convertirse en algo más que una medida puntual.
Sobre el Mediterráneo convergen, además, los desplazados por causa de la pobreza que causan las sequías prolongadas. La que están padeciendo, por ejemplo, el sur de Marruecos y de Argelia, están echando de sus tierras a gentes que históricamente han vivido de la agricultura, cada vez más imposible debido a la creciente infertilidad del terreno.
La generalización y virulencia de un fenómeno que históricamente ha servido para acentuar los enfrentamientos entre pueblos vecinos, debería en esta ocasión servir para aunar esfuerzos y medios en una lucha que difícilmente podrá entablarse con éxito si solo se hace exclusivamente a nivel nacional de cada país.