Cuatro presidentes en apenas once meses se sucedieron al mando de la vista y no vista I República Española, el primer gran intento de cambio radical de la sociedad española. Aquel 1873 –el próximo año se cumplirá el 150º aniversario- fue un periodo tan duro como intenso. España estaba sosteniendo dos guerras simultáneas: la tercera carlista y la de Cuba, demasiado para una Hacienda exhausta pese a haber vendido a compañías extranjeras la práctica totalidad de su riqueza minera y haber inventado todo tipo de impuestos para medir las costillas de los españoles.
“Un periodo corto pero apasionante de nuestra historia, la época de grandes diputados como Castelar o Salmerón, colosos de la oratoria que hoy se echan de menos”, declara el historiador egabrense José Calvo Poyato, autor de “El Año de la República” (ed. Harper Collins, 638 páginas). Nos advierte que lo que tenemos entre manos es una novela histórica, lo que supone fidelidad a los acontecimientos e importantes dosis de libertad creativa.
Fiel a esas premisas, Calvo Poyato vuelve a utilizar como protagonista de la novela a Fernando Besora, director del diario La Iberia, que ya apareciera en “Sangre en la calle del turco”, desvelando los entresijos que llevaron al asesinato del general Prim.
En esta ocasión, es de la mano de este director de un periódico madrileño con preferencias políticas de carácter liberal, que proviene de Reus y que en la capital alcanzará sus mejores sueños profesionales, que nos hace conocer el tenso e inestable ambiente político de aquellos meses. Asistente asiduo a una de las muchas grandes tertulias de Madrid, la del Café Suizo, Besora se encuentra a diario con escritores como Pérez Galdós, que ese mismo año publica “Trafalgar”, el primero de sus “Episodios Nacionales”, Valera, Zorrilla o Mesonero Romanos. También con políticos como Cánovas del Castillo, que lleva tiempo diseñando la arquitectura de la Restauración monárquica borbónica en la persona del hijo de la destronada Isabel II; el federalista moderado Pi y Margall, que fue algunas semanas presidente de la República, y el también republicano y catedrático de Historia de la Universidad Central Miguel Morayta. Este último protagoniza numerosos episodios en los que saca a relucir su magisterio para desautorizar falsificaciones históricas que empezaron a proliferar entonces, tales como la supuesta corona catalano-aragonesa o la confusión sobre la franja inferior morada en la bandera republicana. Una tertulia por la que también aparece el pintor Casado del Alisal, el autor del cuadro que retrata la rendición de los franceses tras la batalla de Bailén, y primer director de la Academia de Roma.
La triste espantada de Estanislao Figueras
“Señores diputados: estoy hasta los coj… de todos nosotros”, cuenta la leyenda que espetó al conjunto de la clase política española el primer presidente de aquella efímera república, Estanislao Figueras, antes de marcharse hasta la estación de Atocha y tomar el primer tren con dirección a París, para no volver más. Aquella espantada que, a ojos de nuestros muchos vecinos y no siempre amigos, nos convertía en el hazmerreír de Europa, la trata el autor como una anécdota curiosa, protagonizada por un personaje hundido por la muerte de su esposa, deseoso de abandonar cuanto antes el guirigay y la estridencia de un Congreso, cuyos debates eran más propios de una taberna donde lo habitual era hacerse oír a gritos.
Como parece que siempre le sucede a España, las mejores cabezas y los más loables deseos perecen ahogados por la envidia, la intransigencia y el arrebato. Apenas se escuchan las voces moderadas que rechazan la convicción extendida y azuzada entonces de que república sea sinónimo de hacer cada uno lo que le dé la gana. La novela rescata tanto los episodios de violencia y asesinatos “porque ha llegado la República” como el impecable programa de Gobierno presentado por Pi y Margall: “Más allá de elaborar una Constitución que nos defina como una República federal, mi programa se sustenta en cinco pilares: poner punto final a la guerra que, en determinadas provincias de España, sostiene el absolutismo más recalcitrante [la tercera guerra carlista]. Llevar a cabo la separación de la Iglesia y el Estado, pues en una sociedad moderna no es admisible que la Iglesia tenga el monopolio de las creencias. Devolveremos a los ayuntamientos los bienes municipales de los que les privó la desamortización. Traeremos a la Cámara para su aprobación, con carácter inmediato, una ley para abolir la esclavitud en nuestras provincias de ultramar [Cuba y Puerto Rico], una lacra que no podemos ni debemos tolerar. Como saben sus señorías, la esclavitud fue abolida en los territorios peninsulares, así como en los archipiélagos de Baleares y Canarias en 1837, aunque ya no existían esclavos por haber sido incautados por el Estado hace algo más de un siglo, siendo liberados. Y también nos ocuparemos de dotar de protección a las mujeres y a los niños en el mundo laboral”. Un programa que nadie en su sano juicio obstaculizaría, pero que encontró en los comecuras, los terratenientes de ultramar, principalmente catalanes, los beatos y los rebeldes cantonalistas la mayor y peor oposición a que España pudiera reincorporarse al tren de la modernidad del mundo, del que había sido excluida en el Congreso de Viena de 1815, tras la derrota de Napoleón en Waterloo.
Madrid vive con intensidad y miedo todos los acontecimientos que se desarrollan como un torrente desde que Amadeo I se marchara amargado y convencido de que España era un país ingobernable cuyos principales enemigos eran también españoles, lo que no era óbice para que la capital fuera un hervidero de pasiones populares, que explotaban en la rivalidad taurina entre Frascuelo y Lagartijo, entre muchas otras polarizaciones. Asomaron en aquel año, además de los frascuelistas y los lagartijistas, los republicanos más intransigentes, que abogaron por la prohibición de las corridas de toros. Lograron al menos entonces el retraso de la Feria de Madrid, y, sobre todo, echar abajo el único ritual en que España incumplía su merecida fama de que nada, absolutamente nada, ni espectáculos ni servicios públicos empezaban jamás a su hora.
También, en los ambientes más intelectuales y refinados se especulaba sobre la autoría del robo de varios incunables de la Biblioteca Nacional, entre ellos una valiosísima edición del siglo XV de la Divina Comedia de Dante, trama cuya investigación conformará uno de los ejes sobre los que se asienta esta espléndida novela.