La Ley de Memoria Histórica de Rodríguez Zapatero buscaba reconocer a las víctimas del bando republicano en la Guerra Civil, lo cual, en principio, fue socialmente aceptado, aunque el discurso político que envolvió a la ley fue aumentando la carga ideológica hasta derivar en burdo intento de cambiar la historia. Tal fue su obcecación que el periodista Arcadi Espada tuvo que recordar a la izquierda que la guerra la ganó Franco, gobernó cuarenta años, murió en la cama y designó al sucesor que reinó cuarenta años. Pero la izquierda es contumaz y con Pedro Sánchez en el poder ha dado otra vuelta de tuerca con la Ley de Memoria Democrática que pretende trazar la línea divisoria que separe a los españoles buenos de los malos. Tal desiderátum ha provocado el rechazo de muchos miembros del antiguo PSOE ya que la nueva ley quiere revisar la transición y llegar hasta 1983, año en que Felipe González estaba en el poder.
Tan intenso esfuerzo de la izquierda por hacer prevalecer su relato ha hecho que un historiador de prestigio como Álvarez Junco se haya dejado influir al titular su último libro Qué hacer con un pasado sucio. Debo refutar su proposición, formulada desde la equidistancia por la que optan tantos intelectuales. Decir de España que tiene un pasado sucio, es ignorar que la historia de cada pueblo es la historia de las conductas del poder. El pasado se asume, constituye una experiencia de la que aprender, por más que la conducta humana insista en repetir errores.
Ahora bien, refutar una proposición requiere argumentos y pruebas. Me referiré primero al caso español situando el foco en lo que obsesiona a la izquierda desde el devenir de la Segunda República y su triste desenlace por más que cada parte quiere eludir la responsabilidad propia para hacerla recaer en la contraria. Son los hechos los que muestran con tozudez el escenario al que se había llegado en el año 1936. Lo mostró con precisión José Varela Ortega, que rescató artículos y declaraciones de aquel tiempo. Así, el periódico izquierdista Claridad, antes del levantamiento decía en un editorial: Desgraciadamente en España hay muy poca guerra civil y muy poca revolución. La izquierda estaba deslumbrada por el éxito de la revolución rusa y veía en Largo Caballero al Lenin español.
Que se debilitara la República, poniendo al Gobierno contra las cuerdas, nada le importaba a la izquierda radical porque esperaba alcanzar el poder y hacer su revolución. Por ello, cuando se produjo el asesinato de José Calvo Sotelo no hubo reacción para detener y juzgar a los autores, que se dejaron ver por Madrid con arrogancia. La inquietud del Gobierno se centraba en la conspiración militar y, según dijo el primer ministro Casares Quiroga, cuanto antes se produjera el intento mejor, pues confiaba en que se resolvería pronto. Largo Caballero pensaba que bastaría una huelga general para abortarlo y aprovechar la ocasión para ganar poder. Había optimismo y hasta un socialista moderado como Indalecio Prieto aceptaba la guerra porque serviría para limpiar el aire. Son hechos constatables que muestran la situación que se vivía. Incluso el humanista Azaña, que terminaría pidiendo paz, piedad y perdón, había escrito que para emprender una guerra hace falta tener una causa moral imbatible. Lo malo es que las causas morales son subjetivas y Franco también creía tener su propia causa moral.
¿Cabe admitir que hay hechos históricos que permiten calificar de sucio el pasado de una nación? Abriré una ventana a la historia: nuestra herencia cultural nace de seis siglos de romanización y en ese periodo el Imperio Romano vivió incontables guerras civiles. Si nos asomamos como ejemplo al siglo III, en la nomenclatura del poder aparecen treinta emperadores. El cuadro lo he reflejado en La historia del poder con el dato añadido de la causa de su muerte: veinte de ellos fueron asesinados, cinco murieron en batalla y dos suicidados. ¿Alguien podría calificar al Imperio romano de pasado sucio? Y si ampliamos la contemplación de la historia hasta el presente, no hay gran nación que haya dejado de sufrir o provocar guerras, magnicidios, revoluciones, sin que se sepa de ninguna que tenga por sucio su pasado.
Como ha recordado Ignacio Camacho en una de sus brillantes columnas: la obra maestra de la propaganda en el mundo ha sido la leyenda negra contra España, pues ha conseguido que la acepten muchos españoles. Pero hay algo más singular: Lenin, Trotsky, Stalin, lograron imponer el comunismo en Rusia, no contra el zar, que había sido depuesto por el republicano socialista Kérensky, sino a través de una guerra civil que no tiene parangón en la historia por su brutalidad. Y no parece que la izquierda española piense que hagan sucio su pasado los crímenes del comunismo.
FOTO: Imagen de portada del libro «Qué hacer con un pasado sucio» de José Álvarez Junco, editorial Galaxia Gutenberg
Estupendo artículo y magnífica respuesta a la pusilanimidad (cuando no la compra) de opinión. Basta ya de autocensuras surgidas del miedo de esa «postverdad» dogmática que se nos impone.
Echo de menos a la Real Academia de la Historia en este tema para dar el golpe sobre la mesa. Pero echo de menos a todo el resto académico del Instituto de España en otros «relatos» falsos o distópicos.
¿Es cobardía, comodidad, irresponsabilidad o simple dejarse querer?
Hace ya unos años una de estas insignes instituciones (donde, en teoría, están los más preparados) las mejores reputaciones, lo justificaba por su dependencia de las subvenciones (públicas y privadas). Al final el dinero manda, el dinero impone, el dinero corrompe…
Un abrazo.