Desamores funestos

Carlos Miranda
Por
— P U B L I C I D A D —

Evaristo llega a la terraza de mi bar favorito con un libro de historia de Francia en la mano y el ceño fruncido. Los eficaces androides que lo regentan, ANDREA y SAM, nos han dispuesto nuestras consumiciones. Aciertan sin preguntar gracias a su inteligencia artificial…

—A Luis XV de Francia hubo que enterrarle a escondidas y de noche a pesar de haber iniciado su reinado con gran popularidad, dice mi sobrino.

—Ya ves, comento.

—A pesar de su esplendor solar y de meter en cintura a su aristocracia, su tatarabuelo y predecesor en el trono, Luis XIV, acabó su reinado con su poder y prestigio erosionados y Francia arruinada, además de casarse morganáticamente con la institutriz de sus hijos ilegítimos, su última amante, amplía Evaristo.

 —Sin duda, admito, pero la revolución francesa fue un fracaso gubernativo, sin olvidar a Robespierre y su guillotina. Más adelante, Napoleón dio un golpe de Estado (18 Brumario) por la debilidad del Directorio. Luego sucumbió al halago o a la ambición y, tras el Consulado, acabó coronándose como Emperador. Después de dar mucha gloria guerrera fue derrotado y su país otra vez exangüe y arruinado.

 “Es curioso como en Francia consiguen tener la misma admiración por dos cosas tan contradictorias como la Revolución y Napoleón”, se extraña SAM.

—Contradicciones de la vida, señalo, y eso que la parentela del Bonaparte se aprovechó mucho de la fortuna de tener a un Emperador en la familia …

—La popularidad de las grandes figuras históricas es algo misterioso, aventura Evaristo, y depende de las circunstancias del momento. Una trayectoria personal puede ser contradictoria con el simbolismo político de un gobernante.

 “Ninguno de los citados actuaron en verdaderas democracias liberales tal como las conciben ustedes hoy en día”, señala ANDREA. En esos tiempos los franceses fueron del absolutismo a una autocracia “napoleoniense” pasando por el caos. En cualquier caso, las familias de los poderosos siempre sacan tajada con cierta impunidad, sobre todo en ausencia de transparencia y rendición de cuentas. Con Napoleón III, su medio hermano, el Duque de Morny, se puso las botas”.

 —En efecto. El segundo Emperador francés, señalo, dejó un legado importante a lo largo de sus 22 años de gobernanza autoritaria y populista legitimada por el aura de su tío corso, pero la imagen triunfalista se hundió con su terrible derrota de Sedan ante los alemanes que se estaban constituyendo como Estado.

 —Igual de mala fue la de Waterloo para el primer Napoleón, pero su prestigio no sufrió como en el caso del sobrino, señala Evaristo.

 “Ya dijo el Presidente estadounidense Carter que la vida no es justa”, interviene de un modo pesimista SAM, de vuelta de servir una mesa. “Lo importante, para un personaje público, es lo que representa”.

 —Algunos consiguen comportarse de cualquier manera como Stalin, Mao y otros más incluso en democracias, interviene Evaristo. Afortunadamente, eso se hace cada vez más difícil.

 —Frente a los excesos y las épicas, lo esencial es la ejemplaridad, afirmo, muy valiosa cuando quien la demuestra cumple con su deber a pesar de que los que le rodean incumplan el suyo.

 “Bien dicho”, señala ANDREA. SAM propone una pequeña fabula moderna que un cliente le ha contado: “Era el cumpleaños de un príncipe en un país fabuloso. Unas hadas depositaron, para él, una tarta en una mesa del palacio. Sus hermanas llegaron antes. Soplaron las velas y se comieron todo el pastel. Luego, se marcharon riéndose y cotilleando sus chismes, sin importarles el hermano…“.  “No entendieron su razón de ser en este mundo”, apostilla ANDREA a modo de moraleja. La llama del calentador de butano vacila y SAM cambia enseguida la bombona.

 —¿Así acaba la historia?, pregunta Evaristo, obviamente escandalizado por la actitud de las hermanas.

 —No, le respondo. Yo también conozco este cuento.

 —Y…

 —Pues, molestas con las hermanas, las hadas convocaron un dragón que se las llevó a otro lugar donde ya no eran nadie.

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