«No vueles demasiado alto porque el calor del sol derretirá tus alas…»
Dédalo a su hijo Ícaro en la mitología griega
El título proviene de la última parte de la tetralogía wagneriana “El anillo del Nibelungo” que se estrenó en el año 1876 y nace de una cierta licencia en la traducción del nórdico antiguo (“ragnerök”) al alemán, relatando en la mitología nórdica la guerra protagonizada por héroes y dioses que acabaría finalmente con el mundo.
Por su parte el filósofo alemán Friedrich Nietzsche en 1888, en una especie de réplica irónica contra Wagner crea “El ocaso de los ídolos”, en la que llega a decir que Sócrates “…fue un plebeyo y además feo, un enfermo, un decadente y por tanto un criminal…”, estableciendo como contraste la figura del “superhombre” como fundamento básico de una sociedad de tiranos dominadores que estarían en posesión de la “voluntad de poder”, con una conducta “creadora de valores” y en posesión del espíritu de la verdad.
En la propia Biblia, el pecado original no consistía en la desobediencia de comer una fruta prohibida, sino en la posible intencionalidad de llegar a ser dioses al hacerlo. El deseo de un poder sobrenatural o divino sobre el mundo y la Naturaleza.
El título vuelve a surgir con un ligero giro en “La caída de los dioses” ya en época contemporánea, cuando Visconti la lleva al cine narrando la trágica destrucción de la familia del barón Von Essenbeck en su lucha por el poder.
Cada sociedad ha ido creando de una manera recurrente su propia “mitología” de supuestos héroes, superhombres y dioses, en los que han buscado respuestas a sus dudas, incertidumbres y temores. Ha buscado y ha creído en oráculos, chamanes, profetas y divinidades falsas, creando así una desviación de sus propias responsabilidades naturales hacia unos seres ajenos a la fea realidad de la vida, dejando en sus manos el poder y la dominación sobre los demás.
El llamado “mundo civilizado” no ha sido ajeno a la creación de estos “mitos” personificados en quienes se supone tienen un poder (económico sobre todo) que les coloca por encima del bien y del mal, por encima de normas y leyes, por encima de la propia Naturaleza, creando en realidad una especie de seres monstruosos que, como el personaje del Dr. Frankenstein, están condenados a la pesada carga de la maldad en cada uno de sus actos. Son personas que se consideran “superhombres” que deben imponer su voluntad a los “feos” y “plebeyos” de sus semejantes.
“El crepúsculo de las ideologías” publicado en el año 1965 por el filósofo, político y diplomático Gonzalo Fernández de la Mora, venía a unirse a ese declive del pensamiento político clásico basado en figuras respetables de ese panteón simplificado en izquierdas y derechas, que sería sustituido por el mito de unas élites cuyas teorías y opiniones se han convertido en “palabra de dios” en el desnortado panorama político del siglo XXI. Personajes unidos por una especie de aburrimiento mortal, se han puesto manos a la obra para crear una nueva cosmología desde hace ya algunos años. Unos conservan apellidos de rancia tradición capitalista, otros son los nuevos capitalistas creados al socaire de las tecnologías (que no son tan nuevas pero que a los ignorantes parecen cosas milagrosas) para intentar no sólo influir en las ideas, sino en las culturas, tradiciones, creencias y hasta en el mundo cósmico o en la Naturaleza y sus leyes (las llamadas “siembras glaciogénicas son programas operativos para modificar artificialmente el tiempo, que se realizan ya en más de 50 países). El control “malthusiano” de la natalidad, vida y muerte de la especie humana, sería la guinda que colma aspiraciones elitistas y oligárquicas.
El palimpsesto del nuevo Olimpo con sus dioses mayores y menores (como en todas las religiones) se compone del hegemónico (pero ya mayor y cansado Zeus) convertido en una marioneta al servicio de los intereses y caprichos del resto de los dioses mayores que son los que “orientan” los mitos, ritos y leyes, que deben en cada caso aplicarse a los humanos por los dioses menores o aspirantes a la subida en el escalafón: los políticos previamente instruidos, aconsejados, manipulados o chantajeados, para que cumplan su misión: entregarles el poder absoluto sobre el mundo.
Pero, como en la obra wagneriana empiezan a surgir demasiados “dioses”. Hay demasiados intereses contrapuestos y los tambores de guerra empiezan a sonar desde distintos ámbitos, con diferentes justificaciones. A los imperios clásicos con sus “dioses” correspondientes les fueron siguiendo otros ungidos por nacimiento o por poder económico, político o militar; luego siguieron los que añadían y valoraban más el apoderarse de las mentes por medio de la opinión, la propaganda y la comunicación; continuaron los que pusieron en el punto de mira intereses estratégicos basados en las necesidades creadas previamente a los humanos y, por último, en la conversión de lo “humano” por la máquina (la robotización de las mentes). La tarta ya no da para todos y su ocaso, por muy divinos que se consideren, está a la vuelta de la esquina. Lo peor será que, en sus últimos estertores, acaben con la Humanidad, no al son de la música wagneriana, sino del silencio de un holocausto nuclear.