«Los privilegiados están dispuestos a correr el riesgo de la destrucción total, antes que renunciar a sus ventajas materiales»
Turgot
El término “rico” está relacionado normalmente con aquellas personas que han ganado o ganan mucho dinero, permitiéndose por ello cualquier capricho o deseo por muy fútil o extravagante que sea.
Cuando el economista americano de origen noruego Thorstein Veblen, hijo de terratenientes, escribió su obra “Teoría de la clase ociosa” dedicada al análisis de ese sector y su pretendida superioridad moral, el mundo del capitalismo americano estaba en todo su esplendor y las teorías del escocés Adam Smith, sobre “La riqueza de las naciones” eran consideradas como resultado de la búsqueda individual de los propios interesespor parte de los ciudadanos.Más tarde David Ricardo y Thomas Malthus hablarían del crecimiento de la población como contrapunto al optimismo de Smith. En todo caso el capitalismo del siglo XIX transmitía la idea del sociólogo inglés Herbert Spencer y su alumno William Graham Summer, del llamado “darwinismo social” considerando a los ricos como “producto de la selección natural” sin que por ello debieran sentirse culpables por ser una casta superior.
La “selección de los más aptos” en EE.UU. (según Galbraith en “La era de la incertidumbre”) tenía como ejemplo los negocios ligados al ferrocarril a finales del siglo XIX, protagonizados por Cornelius Vanderbilt dueño de “New York Central” que tenía como adversarios a Jim Fisk, Daniel Drew y Jay Golud, que controlaban la “Eire Railroad”. La lucha en los tribunales donde el dinero de Vanderbilt había comprado al juez George Gardner Barnard del Tribunal Supremo del Estado de Nueva York, al final se enfrentó con la compra por su parte de la legislatura del Estado de Nueva York y al propio juez Barnard, por parte de los adversarios. Uno explotaba a los usuarios, los otros a los accionistas.
Los seleccionados y sus apellidos empezaron a sonar en los ambientes más distinguidos junto al de Vanderbilt: Carnegie, Rockefeller, Morgan, Guggenheim o Mellon, que “ganaron dinero produciendo barato, eliminando a la competencia y vendiendo caro” (Galbraith), al mismo tiempo fundaron dinastías que han perdurado hasta la actualidad. Es entonces cuando la figura de Veblen decidió orientar su crítica a los ricos y la riqueza, achacándoles su falta de cultura, su snobismo y consumo ostentoso junto al exhibicionismo descarado de su riqueza, a través de la propaganda mediática social que les llevaba al ridículo: “la mayor satisfacción de los ricos era leer lo que se decía de ellos y pensar que los otros también lo leían” (Galbraith).
Incluso existe una lista “Forbes” y otras parecidas donde los nombres de los nuevos ricos junto con su capital acumulado, sirven como escaparate social para demostrar quienes son y su gran poder económico, que les permite hacer política pero sin mojarse en ella. En estos últimos años los primeros puestos se disputan en el llamado “Top 10” entre los 200.000 millones y los 100.000 millones de euros/dólares, casi todos en el sector de las tecnologías y servicios. Ellos son los que acumulan en su 10% de la población el 76% de la riqueza global, según el Laboratorio de Desigualdades Mundiales. Por su parte el “Global Wealth Report 2021” del Crèdit Suisse, establece un “ránking” en el que atribuye al 1,1% de la población una riqueza acumulada de 192 billones (46%), mientras que el 39% de la población estaría en 164 billones y así sucesivamente. En definitiva en el año 2021 habría 2.765 milmillonarios, mientras que en el año 2020 la cifra sería inferior: 2.095, con representación sobre todo de EE.UU y de China.
Pero a pesar de ello no serían los más ricos en el transcurso de la Historia. En el año 1337 al rey de Mali Mansa Musa, se le ha calculado una cifra de 400.000 millones de dólares procedentes de su imperio africano; le sigue el banquero alemán de origen judío Mayer Amschel Rothschild en el año 1812, con 350.000 millones; tras él aparece otro nombre importante: en 1937 la fortuna del industrial americano (Standard Oil) John Rockefeller se calculaba en 340.000 millones; en 1919 le había precedido el también industrial Andrew Carnegie (Carnegie Steel) con 310.000 millones; en 1917 la fortuna del zar Nicolás II de Rusia era de 300.000 millones; la del indio Asaf Jah VII de 236.000 millones en el año 1967 también superaba a los actuales o el rey Guillermo I de Inglaterra en 1087 llegaba a 229.500 millones. Por debajo de 200.000 millones estaría el libio Muamar El Gadafi, el industrial Henry Ford (automóviles) o Cornelius Vanderbilt (ferrocarriles) al que ya se ha mencionado.
Desde entonces hasta la actualidad muchos son los que han aprovechado sus especiales circunstancias familiares, sociales, políticas y económicas, para un progreso gradual de su riqueza heredada o simplemente para un cambio drástico en su situación económica, sobre todo en el mundo de la política donde el poder ejercido ha abierto relaciones internacionales en el mundo de los negocios, cuando no ha sido por otras circunstancias más espurias. El poder y la riqueza van siempre unidos, mientras que los demás estarán condenados siempre a la pobreza a pesar de ser ellos el verdadero poder. Al menos en democracia. Lo que pasa es que nos lo han contado al revés. En España hemos conocido muchos casos multiplicados en la etapa política de teórico control del poder por los ciudadanos por parte de esa soberanía nacional “de la que emanan los poderes del Estado” según nuestra Constitución. Algunos textos publicados como “La trama económica de la España socialista” de José Díaz Herrera y Ramón Tijeras (1991) o “El negocio del poder” de Jesús Cacho entre otros, son contundentes. Lo que no sabemos es lo que ocurriría si un buen día el Estado (los ciudadanos) revocaran tales poderes, cuya perversión en las llamadas “democracias liberales” ya fue anunciada por muchos autores, desde Tocqueville hasta los cada vez más escasos y honestos académicos e intelectuales contemporáneos, desoídos cuando no marginados u olvidados en una sociedad que se niega a saber.
FOTO: Ilustración de Joseph Keppler (1904), representando el monopolio de Standard Oil.