En la fachada exterior del Museo de la Fundación ICO en la calle Zorrilla de Madrid llama poderosamente la atención la gigantesca fotografía de ocho campesinos jubilados. Hombres anónimos, de la España profunda, que tienen detrás una historia hermosa y dura, a la vez que ignorada del gran público.
La instantánea sirve de pórtico a la exposición “Colonización: Miradas a un paisaje inventado”, que rescata del olvido aquel experimento de llenar de vida grandes extensiones deshabitadas de los campos de España. Una muestra para la que Ana Amado y Andrés Patiño han recorrido toda la geografía española durante varios años plasmando en sus fotos los paisajes, rincones perdidos, costumbres, acentos y la inmensa importancia de la agricultura y el medio rural. Y, como ellos mismos declaran, “las arquitecturas seguirán en pie en el mejor de los casos, pero aquellos primeros que llegaron, vieron, construyeron y laboraron duramente están desapareciendo”.
Fue un proyecto acometido por el Instituto Nacional de Colonización (INC), creado en octubre de 1939, apenas terminada la Guerra Civil, y que extendería su actividad hasta 1973. Retomaba tanto el anhelo regeneracionista del siglo XIX como los grandes principios de la Reforma Agraria de la II República. Sobre esos pilares, el INC se fijó como objetivos ampliar la superficie de terrenos cultivables mediante la creación de regadíos, y fijar, asentar y controlar a la población campesina en aquellos territorios despoblados, con el fin de evitar el éxodo rural y asegurar una producción agrícola autosuficiente para la totalidad del país.
En aquellos campos yermos y desolados surgieron poco a poco nuevos pueblos: Valfonda de Santa Ana, El Temple y San Jorge en Huesca, Sancho Abarca (Zaragoza), Gimenells (Lérida), Setefilla, El Priorato y Esquivel (Sevilla), Miraelrío y Llanos del Sotillo (Jaén), Algallarín (Córdoba), Arneiro Terra (Lugo) y así hasta los más de cuarenta asentamientos a los que fue trasladada una población voluntaria de campesinos pobres, familias humildes y a menudo muy numerosas, que sintieron así que podrían modificar para bien su propio y más bien negro horizonte vital.
A estos contingentes se añadirían los grupos procedentes de los movimientos forzosos de población, surgidos del anegamiento de pueblos, provocados por la construcción de los embalses necesarios para dotar de agua a los nuevos regadíos. Aquellos desalojos de sus raíces provocarían no pocos enfrentamientos y dramas, como por ejemplo el de los hombres y mujeres de los idílicos nueve pueblos desaparecidos bajo las aguas del pantano leonés de Riaño.
Los colonos y sus familias, al fin y al cabo, emigrantes en su propio país, emprendían de este modo una nueva vida empezando de cero, estrenando todo -casa, huerto y parcelas de labranza- en régimen económico muy favorable, pero sometidos a una vigilancia e inspección sistemática y a un control muy estricto. Hubieron de construir su nueva identidad, creando fuertes lazos de solidaridad entre ellos, y supieron establecer festividades y rituales propios, que les permitieron forjar nuevas tradiciones sobre el lienzo blanco de los pueblos que habitaban, con sus arquitecturas modernas, abstractas y uniformes.
El planeamiento y diseño de los nuevos asentamientos contempló conjuntamente la implantación de la residencia, dotación de servicios y la producción agrícola. Planificación que atendía tanto a motivos económicos como estéticos. Actuaciones que, al no estar sometidas al escrutinio urbano, más propenso a la crítica y los debates enconados, van a constituirse como un fértil campo de investigación y experimentación para jóvenes arquitectos, muchos de los cuales adquirieron fama y renombre a partir de sus primeros trabajos rurales: José Luis Fernández del Amo, Alejandro de la Sota, José Borobio, José Antonio Corrales, Antonio Fernández Alba o Fernando de Terán encontraron en los pueblos de colonización un ámbito propicio para reflexionar acerca de la identidad de la arquitectura española en la búsqueda de una síntesis entre racionalidad y arquitectura vernácula.
En la muestra también se exhibe el trabajo fotográfico que realizó el fotoperiodista norteamericano W. Eugene Smith para la revista Life. Su pretensión era influir en contra de cualquier intento político de Estados Unidos de establecer acuerdos con la dictadura de Franco. Para ello, fotografió los pueblos y gentes de apariencia más miserable y las insertó en su reportaje “Spanish Village: It Lives in Ancient Poverty and Faith”, publicado el 9 de abril de 1951. A pesar de la enorme repercusión mediática de aquel reportaje, que contribuyó a ahondar la leyenda negra de la España más oscura, España y Estados Unidos firmaron los Pactos de Madrid en 1953, que sacaron al régimen franquista de su aislamiento internacional.
La exposición, que despierta en los visitantes una enorme variedad de sentimientos, recuerdos, memorias y nostalgias, permanecerá abierta hasta mediados de mayo.