El Tren de los Locos

Patxi Irurzun combina de nuevo novela histórica y aventuras con los paisajes políticos y sociales de fondo de Guipúzcoa, París, Madrid y Barcelona

El Tren de los Locos
Pedro González
Por
— P U B L I C I D A D —

A diferencia de Inglaterra o Francia, que se especializaron en decapitar reyes, España prefirió adquirir la costumbre de mandarlos al exilio. Sin embargo, en donde los españoles ganan por goleada es en asesinar a presidentes del Gobierno. Cinco se contabilizan desde la segunda mitad del siglo XIX: el general Prim (1870), Cánovas del Castillo (1897), Canalejas (1912), Dato (1921) y el almirante Carrero Blanco (1973).  

El segundo de ellos, el líder conservador, artífice de la Restauración, de la Constitución de 1875 y seis veces jefe del Gobierno, Antonio Cánovas del Castillo, fue abatido de tres disparos el 8 de agosto de 1897 por el anarquista italiano Michele Angiolillo. Este arguyó que Cánovas había muerto en aras de la venganza, para honrar a los anarquistas detenidos y ajusticiados en Barcelona meses antes, a raíz del atentado contra la procesión del Corpus.

El magnicidio se produce en uno de los balnearios más elegantes de la época, el de Santa Águeda, en Guipúzcoa. El haber sido escenario del asesinato de la figura política española más importante de finales del XIX, se traducirá en la reconversión del local, apenas un año después, en hospital psiquiátrico, lo que en la terminología popular de entonces era más conocido con la palabra convertida en maldita: manicomio. A él fueron trasladados en un rocambolesco viaje pacientes de los de Zaragoza y Valladolid, cuyos hospitales destinados a los que sin florituras ni circunloquios se denominaban locos, estaban a rebosar. 

Tal es el gran suceso, el telón de fondo y el pretexto con el que el escritor navarro Patxi Irurzun (Pamplona, 1969) arma la trama de su nueva novela ‘El Tren de los Locos’ (Ed. Harper Collins, 350 páginas). Un nuevo relato histórico y de aventuras que añadir a sus dos primeras y brillantes incursiones en un género en el que ya es autoridad: ‘Los dueños del viento’ y ‘Diez mil heridas’. 

Desde la mirada de Maurizia, una trabajadora del balneario, Irurzun  recrea los años que le dieron fama y lo convirtieron en punto de encuentro estival de los hombres más influyentes –las mujeres aún pintaban poco o nada en España y en Europa- de la capital y, en definitiva, del país. Son los momentos alegres de una “belle époque” anticipada cuando ya se vislumbra en el horizonte lo que pronto será el desastre del 98, la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, el carpetazo final al Imperio español. 

Hay frases memorables, como la que con ella el autor hace un guiño a John Lennon: “Los camareros pueden aplaudir, los demás que hagan sonar sus joyas”. También numerosos trazos del humor socarrón y aparentemente simple del campo vasco, en contraste con el ambiente refinado y elegante del San Sebastián de aquellos años. 

Son también tres los disparos que un año antes del asesinato de Cánovas recibe Xalbador, el novio de Maurizia, un joven pelotari que, tras recuperarse de las heridas, emprende la búsqueda de su misterioso atacante, al que persigue por varias ciudades. Xalbador formará en París parte de los apaches, las peligrosas bandas juveniles que aterrorizan la capital francesa; frecuentará los bajos fondos de Barcelona en el momento en que la capital catalana comienza a ser presa de los violentos enfrentamientos entre patronos y obreros; será fotógrafo de muertos y pornógrafo en Madrid, un genuino español en definitiva, capaz de subir a los palacios y bajar a las cabañas, de blasfemar sin malicia por costumbre ancestral, y de trampear para sobrevivir, pero manteniendo siempre la dignidad de sus orígenes, matizados por la sempiterna pulsión de la apariencia por encima de la realidad.  

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