La Inquisición, contrariamente a la errónea creencia popular general, no es un invento español, aunque sí corresponde a los Reyes Católicos, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, haberla dotado de su importante poder político. Esa “institución inteligentísima y terrible”, como la calificara el magistrado Tomás y Valiente, lejos de haber sido arrinconada, ha sido multicopiada por todos los Estados, en especial por los que han desembocado en regímenes totalitarios. Al fin y al cabo –asegura Enrique Barón- desde Myanmar a Nicaragua, pasando por Bielorrusia, todos quieren asegurarse el control de la población y su sometimiento, de grado o por la fuerza, al poder dictatorial. Esos regímenes totalitarios han terminado por degenerar y prostituir el papel de sus propios servicios de seguridad, que ejercen su dominio sobre vidas y haciendas de manera arbitraria, degeneración al límite del secretismo pero con reglas de la Inquisición en la que todos se han inspirado.
El inquisidor del Anáhuac, editado por la Universidad Autónoma de México, 274 páginas, le ha llevado al expresidente del Parlamento Europeo, Enrique Barón Crespo, veinte años de trabajo, a partir de la década de 1990 y de los numerosos debates sostenidos con muchos intelectuales americanos, pero especialmente con el mexicano Carlos Fuentes.
Barón decide acometer la elaboración de esta novela a partir de la síntesis que Fuentes realiza en su libro ‘El espejo enterrado’ sobre nuestra dimensión común, publicado con ocasión del V Centenario del Descubrimiento de América. “Creo –decía Fuentes- que a pesar de todos nuestros males económicos y políticos, sí tenemos algo que celebrar. Algo que en medio de todas nuestras desgracias permaneció en pie: nuestra herencia cultural… la que hemos sido capaces de crear como descendientes de indios, negros y europeos en el Nuevo Mundo”.
Hacer carrera en la Inquisición
El personaje central de la novela, el joven Gabino, reconvertido en fray Servando parte hacia la Nueva España para hacer carrera como inquisidor en defensa de la fe. Participa en el gran proceso llamado de la “complicidad grande” contra los judíos, iniciado en Perú y seguido en México. Barón descubre y describe con todo lujo de detalles, gracias a una abundantísima documentación, cómo viven, se visten, se alimentan y sienten todo tipo de pasiones, los hombres y mujeres que componen las sociedades de ese gran imperio español en el que no se ponía el sol. Como tal primer poder global de la historia España (equivalente entonces a lo que hoy son los Estados Unidos), hace frente a las ambiciones de las potencias que aspiran a apoderarse de los bocados que puedan. Felipe IV, el Rey Planeta, penúltimo de la Casa de Austria, y su valido el conde-duque de Olivares, ven así cómo las guerras europeas alcanzan a América.
Acostumbrados y encajonados en el debate sobre la conquista y posterior emancipación de los pueblos de América, Enrique Barón les aporta una nueva dimensión de su propia historia. La Inquisición en América tendrá como misión política la misma que en España: la detección de los espías y agentes encargados de socavar su poder y facilitar su derrota. Y en ese papel el enemigo designado serán los judíos, expulsados en 1492, y cuya dispersión por Europa, norte de África, el Mediterráneo y América, dará origen a la creación de una poderosa red comercial, de apoyo y solidaridad, que los Países Bajos, Portugal, Inglaterra, Francia y el Imperio Otomano aspiran a poner a su servicio contra España. En el descubrimiento, detención y entrega al poder civil para su ejecución de los “judaizantes” terminarán por elaborarse las más depuradas técnicas del espionaje y la tortura.
En la presentación del libro en el Centro Sefarad Israel, a cargo de Esther Bendahan y Eva Levi, Enrique Barón declara su orgullo porque la España actual haya dado la nacionalidad a 150.000 personas que lo desean por su origen sefardí. Y estima que todos los imperios tienen su propia leyenda negra, no solo España, cuyo dominio planetario concluye en 1640 con la Paz de Westfalia.
Estado de un mundo en convulsión
En Münster precisamente concluía la negociación de ese tratado, vigilada desde el Louvre en París por el cardenal Mazarino. Países Bajos y Portugal se independizaban definitivamente de España. Mientras, en la grandiosa Ciudad de México amanecía cuando, en el mediodía de Ámsterdam un aplicado joven Spinoza se dedicaba a perfeccionar la técnica de pulido de lentes, su vecino Rembrandt hacía un bosquejo de la Casta Susana, René Descartes polemizaba con el intransigente teólogo protestante Voët, en las Molucas seguían peleándose españoles y holandeses no informados de los acontecimientos, Oliver Cromwell preparaba en Londres el juicio y ejecución de Carlos I con el exdominico Thomas Gage en sus tropas. En Sicilia Alesio y en Nápoles Massaniello se rebelaban contra España, en el Alcázar de Madrid Velázquez iniciaba uno de sus muchos retratos de un vacilante Felipe IV, en Pekín se asentaba la dinastía Qing, y en San Miguel Nepantla nacía Juana Asbaje en el siglo y sor Juana Inés de la Cruz para la eternidad.
Anáhuac, lo situado entre las aguas en lengua náhuatl, designa el valle de México o toda Mesoamérica. Una precisión entre muchas otras en el glosario final del libro del rico vocabulario indígena incorporado a la lengua española, “la única del mundo que tiene una estructura federativa”, concluye Enrique Barón al finalizar esta primera presentación de su novela en el Viejo Mundo, después de la celebrada en la UNAM, “un cruce entre La Sorbona y Salamanca”, según sentencia él mismo. Un libro que muestra la eterna lucha entre el poder avasallador y la libertad. Causa directa de que el autor rinda con él homenaje a las incontables víctimas de la intransigencia, la opresión y el fanatismo.