Tener la posibilidad de trabajar con el equipo de Casa África es una experiencia maravillosa para alguien como yo que, considero, se mueve por la curiosidad y el deseo vehemente de comprender mejor el mundo. A veces, mi labor en esta institución me pone en contacto con realidades terribles, como las migraciones que nos atormentan al traducirse en muertos, trauma y sufrimiento. Pero, otras veces, la mayoría de ellas, es un privilegio encabezar una organización que se dedica a crear redes, construir puentes, mejorar vidas y descubrirnos partes de la historia y del mundo que no siempre reciben suficiente atención ni se comprenden del todo bien. Me enorgullece repetir que nos dedicamos a favorecer el diálogo entre personas, sociedades, países y, al fin y al cabo, dos continentes. Es un privilegio y una alegría despertarse cada mañana con este objetivo en mente.
Escribo estas palabras cuando acabo de participar en la presentación en la Feria del Libro de Sevilla del texto titulado «Sudáfrica y el camino a la libertad», escrito por Enrique Ojeda y publicado en la Colección de Ensayo Casa África en colaboración con la editorial Los Libros de la Catarata. Es un libro que nos hace ilusión publicar con motivo del 30 aniversario de las negociaciones para poner fin al apartheid en Sudáfrica. Tengo el honor de figurar en él con un breve texto, firmando junto al prestigioso filósofo y politólogo franco-español Sami Naïr y al propio Ojeda, diplomático y colega, ya que actualmente dirige Casa de América, en Madrid. Los tres pudimos conversar sobre el apartheid y otras cuestiones en Sevilla y me alegra constatar que nuestro intercambio estuvo impregnado del espíritu de Casa África (y nuestras hermanas de la red de Casas de diplomacia pública), siempre deseosa de favorecer el intercambio de ideas, aproximar a las personas y los continentes y aprender, cada día, un poco más los unos de los otros.
El libro al que me refiero desgrana el proceso histórico sudafricano, desde el nacimiento de la República racista hasta su derrota final en los últimos años del siglo pasado. Un proceso que marcó a todo el continente africano e impresionó a millones de personas en todo el mundo, como yo mismo, tanto por las características aberrantes del apartheid, un sistema que discriminaba a sus propios ciudadanos por el color de su piel, como por la personalidad del principal líder de la lucha contra el mismo, Nelson Mandela.
Me gustaría detenerme aquí en la figura de Mandela, porque es central en el panteón de referentes de Casa África, como también lo es para mí mismo. Encarna a la perfección los valores del Ubuntu, una filosofía africana que habla de avanzar todos juntos, sin dejar a nadie atrás, sin excluir a nadie, de ser en función de lo que somos en comunidad. Mandela es, sin duda, un ejemplo a replicar y conocer de tolerancia, inteligencia política y capacidad de construir a pesar de o incluso gracias a las diferencias.
Supongo que, en Casa África, lo reivindicamos y nos sentimos cercanos a él porque nuestra labor tiene mucho que ver con todo lo que defendía este gran estadista. Su nombre figura hoy en las páginas de la historia porque supo encarrilar una difícil transición desde el apartheid a la democracia y dio los primeros pasos para que su país se reconciliara consigo mismo y con su historia, intentando trascender mucho odio, mucha incomprensión, muchas ofensas.
Su ejemplo es especialmente relevante en un momento en el que hemos visto encadenarse casi tres golpes de Estado en África, además de recibir noticias de intentonas fracasadas e involuciones políticas en la región. Lo sucedido en los últimos tiempos en Mali, Guinea o Sudán parece dar alas a quienes consideran que la democracia no es un sistema apropiado para el continente africano. Hoy surgen, como hongos, los agoreros y los pesimistas que proclaman que nuestros vecinos están abocados, histórica y casi genéticamente, a la inestabilidad política, la imposición del más fuerte por las armas o el desprecio sistemático a las reglas del juego democrático y la opresión de la ciudadanía.
Esto me lleva de nuevo a Mandela y al libro que acabamos de presentar en Sevilla. Decidimos plantearle a Enrique Ojeda nuestro interés por llevar a cabo esta aportación literaria pensando en la celebración del trigésimo aniversario de la histórica firma del Acuerdo Nacional de Paz. Dicho acuerdo se rubricó el 14 de septiembre de 1991 en Johannesburgo y tomaron parte en él 26 organizaciones y partidos, que se comprometieron a promover «la paz, la armonía y la prosperidad» en su país. De manera práctica, el acuerdo supuso la puntilla del apartheid: antes de terminar ese año, el gobierno de Frederik de Klerk desmanteló el entramado jurídico de este régimen vergonzoso y con Mandela al frente, ya desde las elecciones de 1994, Sudáfrica borró sus últimos estigmas internacionales y dejó de ejercer de mancha en la conciencia planetaria, si eso existe. Fue, por tanto, la firma que celebramos y en torno a la que se construye este libro lo que ejerció como detonante que permitió el nacimiento real de la República de Sudáfrica que hoy conocemos.
Ahora que los medios nos hablan de procesos de transición o democracias que naufragan frente a la amenaza de las armas en África, quisiera reivindicar ejemplos como el de esa Sudáfrica. Este país es hoy una potencia emergente y lidera, a través de instituciones como la Unión Africana, la acción interior y exterior de un continente con un enorme potencial. No es un régimen perfecto, obviamente, pero Sudáfrica invierte, genera riqueza y marca la agenda internacional, a pesar de sus innegables problemas, entre los que citaré una brecha social que no termina de cicatrizar, una elevada tasa de desempleo, la corrupción y otras limitaciones. Enfrentada a algunos desafíos similares a los nuestros, Sudáfrica también lucha por preservar y mejorar una democracia que tiene muchos defectos, pero que es un ejemplo para la región y para nosotros. Mandela sigue siendo, además, un ejemplo de concordia que nos interpela a todos y nos transmite esperanza.
Además de recomendarles esta crónica de nuestro tiempo, que disecciona la historia reciente del país del arcoíris para ayudarnos a comprender su compleja sociedad contemporánea y también nuestro propio presente, quisiera recomendarles que no se dejaran llevar por el pesimismo. África no es sinónimo de muerte y destrucción, de golpe de Estado, de pobreza, de hambre, de enfermedad, de patera.
Creo que he descubierto, gracias a Casa África y mi experiencia en relación con este continente, que África es una palabra que actúa como un contenedor enorme lleno de realidades diferentes, tanto propias como impuestas desde fuera. Esas realidades son casi tantas como las africanas y los africanos que viven en su territorio o lo abandonan rumbo a otros lugares, cada cual cargando sus propias esperanzas, dificultades y circunstancias de todo tipo.
Antes de juzgar a un continente, un país o una persona, he aprendido que es necesario pararse a escuchar su historia, leer a quienes conocen el continente y tener presente a países como esa imperfecta Sudáfrica que lucha por su futuro o el Mandela que nos inspira a todos.