“Es evidente que no podemos renunciar a la tecnología, pero sí podemos -contra lo que defiende el determinismo- desobedecer el imperativo tecnológico que convierte en necesario todo lo que es técnicamente posible” (Diéguez,2005).
Unas veces de manera sutil y otras en forma descarada, se ha ido infiltrando en nuestras sociedades ignorantes y sumisas, esta nueva ideología o movimiento. Ello está provocando en el mundo científico la controversia entre quienes la defienden y quienes la critican (bioconservadores) por su carácter “mesiánico” contrario a las religiones clásicas a las que considera como obstáculos.
Recientemente, el capítulo español del Club de Roma, ha puesto sobre la mesa el debate en un amplio programa de conferencias, para conocer y analizar este fenómeno que, como no podía ser menos, terminaba con unas reflexiones sobre la singularidad de la especie humana.
Porque de eso se trata. De la construcción de una especie mejorada en todos los aspectos a través de lo que se conoce como las NBIC: nanotecnología, biotecnología, informática y ciencias cognitivas que permitiría una humanidad más sana, más inteligente y liberada de las enfermedades, incluyendo la muerte. En una especie de “posthumanos” que habría superado las distintas fases de la evolución desde los prehomínidos hasta los “cíborgs” o robots, ya anunciados en el año 1960 por Manfred Clynes y Nathan Kline en la revista “Astronautics”, que vendrían a sustituir a los humanos.
Estamos ante una mezcla de nueva filosofía, ciencia-ficción y “cómics” que ha venido penetrando a través de la digitalización (alguien propuso ya hace tiempo el nombre de “homo digitalis” para estas generaciones), la alienación, la ingeniería social y la inteligencia artificial (IA), donde todo vale y es útil al propósito del movimiento transhumanista. Un movimiento que tiene sus “pontífices” o profetas como Hans Moravec del Instituto de Robótica de la Universidad Carnegie-Mellon, Marvin Minsky del Laboratorio de Inteligencia Artificial del MIT o Raymond Kurzweil, director de ingeniería de Google, que ya preveían desde la década de los ochenta un cambio a través de los ordenadores hasta llegar a la “singularidad”, con máquinas inteligentes que podrían autorreproducirse y serían inmortales. Junto a ellos, Nick Bostrom de la Oxford University, se perfila como máximo exponente de este movimiento cultural, intelectual y científico.
Frente a este panorama de extinción de la especie humana como tal, se alzan cuestiones éticas y morales en la relación entre el hombre y la máquina, donde se suele prescindir de preguntas tan esenciales como ¿producirá más felicidad, dignidad o libertad o, por el contrario, puede producir más desigualdad y dolor?
Como es natural, pocos serían contrarios a la mejora de tratamientos para la salud que pudieran alargar la vida y erradicar enfermedades; muy pocos serían capaces de rechazar ser más inteligentes, más fuertes, más sanos y más poderosos que los demás (una consecuencia del darwinismo clásico elevado a la máxima potencia) incluyendo la posibilidad de ser inmortales a través de la biotecnología. Lo vemos en cuanto al consumo de farmacologías, tratamientos del cuerpo y alimentación, donde se mezclan a partes iguales la ingenuidad y la ignorancia, pero al mismo tiempo asistimos al uso de prótesis y órganos artificiales implantados que neutralizan nuestra deficiencias físicas y psíquicas de forma que, el envejecimiento que empieza en el mismo nacimiento, puede posponerse indefinidamente. Otro “apóstol” del transhumanismo, Robert Paparell considerado del “núcleo duro” del movimiento, destaca la obligación de proporcionar mejoras continuas a las capacidades humanas, incluidas las emocionales y las morales. Un crecimiento exponencial indefinidamente sostenido -según Kurzweil- que predice para el año 2029 una máquina igual al cerebro humano con ochenta y seis mil millones de neuronas.
Por todo ello se plantea la cuestión ¿somos ya transhumanos? ¿hemos cruzado el umbral de la futura “posthumanidad” o “singularidad” sin darnos cuenta? La respuesta está en nuestro entorno donde los nuevos ídolos (máquinas) han ido eliminando trabajos y trabajadores, tareas y conocimientos, inteligencia natural, voluntades, emociones y sentimientos, sustituidos por un ejército de robots sólo atentos a las órdenes recibidas de todo tipo de artefactos. Lo estamos viendo cuando los grandes temas de la humanidad se subordinan a una especie de concurso-espectáculo que se juega en los medios de comunicación. Se puede comprobar con los enormes medios que reciben instituciones tan “singulares” como la “Singularity University” patrocinada por Google y la NASA o el Proyecto Cerebro Humano patrocinado por la Comisión Europea que, al parecer, se ha ralentizado.
En todo caso estamos ante el dominio de los relatos que nos llevan a concluir que, en efecto, se ha hecho de una gran parte de la población cobayas útiles para todo este tipo de experimentos, mientras algo tan simple (desde el transhumanismo) y tan complejo como muchas y nuevas enfermedades, siguen por desgracia enquistadas sin demasiados avances en su erradicación, que las catástrofes naturales sigan cobrándose víctimas y que (permítaseme la broma ante lo apocalíptico del panorama) no se encuentre un fontanero que sepa evitar el goteo de agua en el fregadero. Porque eso es la realidad de cada día.