El mundo del arte sufre alguna que otra conmoción de vez en cuando, con la aparición o descubrimiento de obras con atribuciones más o menos polémicas.
Algo de esto ha ocurrido —al parecer— con un coleccionista neoyorquino que, en mayo de este año, decía haber descubierto un nuevo Van Gogh en una compra realizada en un mercadillo de Nueva York —aquí difieren las versiones de los medios de comunicación— o de París.
La obra que se ha titulado “Auvers 1890” es un óleo sobre lienzo de formato cuadrado con la correspondiente firma al dorso: “Vincent” que, tras ser sometida al juicio del Museo Van Gogh de Ámsterdam, ha sido rechazada en su pretendida autoría, lo que ha ocasionado el correspondiente litigio judicial por parte del coleccionista que reclama al museo la cifra de 300 millones de dólares por su dictamen que considera equivocado.
Como vemos, no se polemiza sobre el mayor o menor valor artístico de la pintura, sino por su posible precio en el mercado. Al final, todo es cuestión de lo mismo: dinero. Un dinero que viene pervirtiendo la esencia artística de las obras de arte por algo tan simple como el negocio que representan.
El coleccionista arguye que se está ante el mayor hallazgo de arte en 100 años no sólo por la autoría del mismo, sino “por ser el cuadro más grande de Van Gogh que se conozca y el único que hizo en formato cuadrado”. Por su parte el museo no parece apreciar ambas cuestiones, limitándose a rechazarlo de forma más o menos razonable.
Una de ellas sería que el paisaje no corresponde a Auvers; otra que la vista del mismo desde lo alto es inusual en la pintura de paisajes de Van Gogh… Sobre este punto, hay que recordar que los catálogos razonados de la obra del artista (De la Faille 1970; Hulsker 1980 y Lecaldano más reciente) recogen una obra similar en su composición: “Paysage de Saint Rémy” (1889/1890), un óleo de formato más pequeño (33×41 cms.), que estuvo en la colección del industrial y coleccionista alemán Josef Karl Paul Otto Krebs en Holzdorf (Weimar), confiscada por el ejército soviético en 1945 junto al resto de la colección y enviada al Hermitage de San Petersburgo, donde continúa.
Curiosamente, otra obra atribuida al pintor holandés: “Jardín de Auvers” (1890), de 60×80 cms., fue objeto de polémica a finales de 1996, al cuestionarse su autenticidad tras haber sido declarado inexportable por el estado francés que, finalmente, tuvo que indemnizar al propietario con el equivalente a 3.625 millones de pesetas. La obra fue subastada el 10 de diciembre de 1996 por Jacques Tajan, tras haber pasado por diversos propietarios según la investigación realizada por el periódico “Le Monde”. Esta obra de perspectiva parecida a las anteriores carece de referencias catalogadas.
Verdaderas o falsas, las obras de arte han sido objeto de polémica en el mundo especializado desde hace mucho tiempo (en España estamos a la espera del supuesto “Caravaggio” aparecido en una subasta al que nos referimos en otro artículo), porque de la certificación de su atribución dependen grandes sumas de dinero. Esto lo conocen muy bien algunos expertos que acabaron en los tribunales de Justicia, tras detectarse equivocaciones en sus certificados de autenticidad.
¿Quiénes son pues los realmente fiables para otorgar unas atribuciones o denegarlas? Generalmente suelen ser aquellos que profesionalmente sobresalen como especialistas en determinados pintores o períodos artísticos o en su defecto y cuando los hay, familiares de artistas o fundaciones dedicadas a un artista en concreto. Institucionalmente, órganos reconocidos por el Estado para establecer no sólo autorías, sino también valoraciones ya que, en muchos casos, el Estado recibe donaciones artísticas de carácter fiscal. Eso no quita para que siempre exista la posibilidad de error institucional.
El mundo del arte ha establecido erróneamente en el arte clásico, “marcas” o “firmas” a quienes responsabiliza de las obras, pero en realidad se ha tratado siempre de talleres donde es muchas veces imposible determinar el origen de la pincelada. Como en el mundo comercial actual, tales “marcas” se han convertido en objetos de consumo, adquiriendo más importancia que el propio objeto, lo que convierte en simples estimaciones muchas de las atribuciones. Ni las nuevas tecnologías pueden certificar inequívocamente las mismas y la “singularidad” queda en entredicho.
En el caso que nos ocupa es de prever un largo recorrido judicial que partirá de la investigación de la procedencia de la obra en el mercadillo que haya sido. Del precio pagado por tal adquisición y de la buena fe de la misma, de las muchas referencias a supuestos Van Gogh que al final han sido de otras autorías (como la del pintor Claude Emile Schuffenecker al que se atribuye el “Jardín de Auvers”) y de la siempre legítima libertad del artista para pintar cómo le parezca en cada momento de su vida.
Mientras tanto, si seguimos utilizando las obras de arte de forma especulativa en lugar de por su significado artístico, tendremos más posibilidades de que nos den “gato por liebre”, por muchos certificados de expertos surgidos de los que han hecho de su profesión puro negocio. Hay demasiados antecedentes de todo ello.