Qué duda cabe de que el mundo del arte es un producto social más y que la influencia de una parte sobre la otra, está en función de la propaganda y de la relación con el poder del dinero o la política (“Arte menstrual” parece ser un reciente descubrimiento de las juventudes del PSOE), donde la escatología de un Manzoni y sus “mierdas de artista” y la pornografía, cuando no el masoquismo del “body-art” son un ingrediente más.
Hoy tenemos la noticia de la “obra” (artística se supone) que España envió a la Bienal de Venecia número 58 del año 2019. Un espacio dedicado a unos “artistas” más del mundo de la banalidad llamado “arte contemporáneo”, donde todo vale y todo estará en relación con los “padrinos” (antes “mecenas”) que se tengan. Eso sí, adornado con calificativos y teorías de todo tipo.
En dicho espacio parece que se exhiben algunas obras escultóricas de Sergio Prego, junto a las llamadas “performances” de Itziar Okariz, sobre la “economía política de los cuerpos” según el comisario de la muestra Peio Aguirre que señala incluso el “diálogo sexual” entre las bolsas (de basura parece) de Prego convertidas en “fuentes” por error (al parecer se rompió una y el agua que se inyectaba en ella con una manguera empezó a caer al suelo) y el vídeo de Okariz titulado “Mear en espacios públicos” que al parecer “cuestiona los roles de género” al mostrar a la autora haciendo “pis” en posición erguida en diferentes lugares. Este “descubrimiento artístico” ignora que así lo hacen muchos varones de algunos lugares del mundo, desde hace un montón de años, sin siquiera detenerse, quedando sólo el rastro bajo la indumentaria. Nada nuevo pues en el pabellón español de la Bienal veneciana de 2019.
Todo esto no pasaría de ser pueril e infantil si quedara en el mundo de su entorno (familia, amigos, etc.) y si no estuviera marcado por lo pretencioso de su selección desde las instituciones públicas para representar al Estado Español y, por lo tanto, a cargo de los presupuestos públicos que salen de nuestros impuestos y que alcanzan un coste de 400.000 euros que pagan a escote la AECID (Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo) y Acción Cultural Española/Sociedad Estatal de Acción Cultural, S.A., ambas dependientes o en relación con el Ministerio de Asuntos Exteriores.
No es la primera vez que la representación española tiene un sesgo “informal” (por no decir otra cosa) basado en los “ismos” variados y en el escaso criterio de quienes deben administrar los gastos públicos. Es más no se percibe en este caso como cooperamos internacionalmente al “desarrollo” (?) con una trivialidad como la que comentamos o en qué lugar queda la “marca España” mientras vemos orinar a una señora sobre el puente de Brooklyn o la oímos respirar en un audio llamado “respiración oceánica”, hablar con unas estatuas o esculturas que -obviamente- no van a responderle, soltar una serie de monosílabos “sí/no” ante un micrófono o saltar ante una cámara (“saltando en el estudio de Marta”). Todo ello para mayor gozo del comisario que debe defender estas excentricidades personales ante un jurado, para justificar el atropello presupuestario.
La propia artista dice que “su trabajo está muy cerca de su vida”, lo que nos da una idea de cómo vive y -como en la canción- “a qué dedica su tiempo libre”. Es lógico, en una sociedad donde los supuestos “gurús” conforman la opinión (es interesante el libro “La palabra pintada” de Tom Wolfe) pública y la oficial desde sus pedestales superiores: “…el arte moderno se ha vuelto completamente literario: las pinturas y otras obras sólo existen para ilustrar el texto”. Es decir, las obras son la excusa de comisarios, críticos, curadores e historiadores del Arte, para lucirse en el texto del catálogo ante gentes dispuestas a tragar frases grandiosas y magníficas, pero sin ningún significado. Ellos y no los artistas son los que dan “lustre y esplendor” a las obras. Ellos los que pueden elevar a un artista a los altares de la fama (a la cima de las cotizaciones) o dejarlos en ridículo con unas cuantas frases ingeniosas. Y los artistas pasan por el aro. Los Clement Greenberg, los Harold Rosenberg o Leo Steinberg (curioso: todos acaban en “berg”) entre otros que marcaron con sus teorías el arte moderno americano, han sido sustituidos por otros deseosos de hacer lo mismo. El crítico Hilton Kramer lo reconocía: “francamente, hoy en día sin una teoría que me acompañe, no puedo ver un cuadro…”.
Pues bien, en el caso que comentamos ni Itziar Okariz, ni su “compi” Sergio Prego serían nada sin la presencia del comisario Peio Aguirre. Él tiene a sus espaldas el verdadero trabajo: el “vender” mediante la palabra (la teoría) algo que sería invendible por sí mismo. Dar valor artístico a unas simples “ocurrencias” de los creadores que, en condiciones de normalidad y racionalidad, tendrían poca o nula salida en el mercado. Hay que llevarlos a las “muestras”, exhibirlos en el mercado, presentarles a los coleccionistas que esperan rentabilidades más altas que el jugar en bolsa y a los críticos mediáticos. Pero sobre todo hay que conocer a los políticos. A esos que por su ignorancia supina se les puede colar cualquier cosa como “arte de vanguardia” y que tienen en sus manos las subvenciones, las exposiciones oficiales, los pesados (en su doble vertiente) catálogos en papel “couché” para imprimir las “teorías” justificadores del gasto.
Decíamos que no es la primera vez que ocurre (ni será la última). En el año 2013 Laura Almarcegui “proponía” (que cursilada) la deconstrucción del pabellón español en la bienal, por medio de seis toneladas de escombros (ocupando 500 metros cúbicos y con cuatro metros de altura) procedentes de la planta de tratamiento de residuos veneciana, con el objetivo de ver cómo quedaría el pabellón si fuera demolido. También costó 400.000 euros, de los que 300.000 aportaba la AECID y 100.000 Acción Cultural Española. Todo ello con el comisariado correspondiente.
Y llegamos como colofón a preguntarnos si los ciudadanos españoles están dispuestos a sufragar las muchísimas ocurrencias que, al socaire del llamado “arte contemporáneo”, puedan ir surgiendo. Una encuesta reciente dice que el 98% de los ciudadanos no pondría una obra contemporánea en su casa. Creen que son cosa de panteones museísticos modernos, supongo.